Consecuencias de un ataque israelí cerca del hospital Kamal Adwan, en el norte de Gaza, el pasado sábado.
23/12/2023
2 min

Buscando imágenes de estos últimos días del año, me quedo con una: la reiterada aparición de Benjamin Netanyahu en las pantallas, cada vez más fuera de sí, más recortado como si su cuerpo estuviera generando una caricatura trágica de sí mismo. Los ojos se le escapan de las órbitas y los brazos se abren y mueven como si quisieran atraparlo todo. Una gesticulación cada vez más expresiva de la pérdida de la noción de límites, por parte de un hombre que cree que la agresividad bélica le legitima. Es una expresión encarnada del comportamiento totalitario. Y, sin embargo, quien podría pararle los pies no lo hace. Y las sociedades no reaccionan.

Es una dinámica que confirma un factor de banalización del mal muy propio de la sociedad de la imagen. Siempre se ha dicho que la televisión es un medio blando, y que la repetición del horror tiene un efecto normalizador, como si la reiterada exposición de cuerpos destrozados, personas desesperadas y escombros de viviendas y hospitales, por acumulación, acabara formando parte del paisaje. En la actual sociedad de aceleración, multiplicación y propagación instantánea de imágenes, parecería como si unas taparan a otras antes de tomar conciencia. Y con esa carta juegan los poderes, sabiendo que dejar de ser el centro de atención es cuestión de paciencia. Poco ha tardado la crisis de Israel en tapar la guerra de Ucrania. Y Putin ha corrido a aprovecharlo para recuperar perfil y poder de negociación.

Todo va mucho más junto a la sociedad digital. Y la aceleración, que cambia las agendas todos los días, contribuye a desdibujar completamente el mapa de la realidad. Lo que se ve y lo que no se ve. Y la lucha entre poderes por hacer ver y por hacer olvidar. Ahora que los focos están todavía sobre Israel, deberíamos hacernos esta pregunta: ¿a cuántos lugares del mundo hay ahora mismo guerras y matanzas perfectamente olvidadas, desaparecidas de la agencia global?

Vamos hacia un mundo –lo veíamos, miércoles pasado, en la presentación del Anuario del CIDOB– que avanza de forma acelerada, enmarcado por la crisis ecológica, la destrucción del planeta, el desgaste de las democracias, la evolución hacia el autoritarismo postdemocrático, y una progresión exponencial de la ciencia y la tecnología que genera inquietud sobre la propia condición humana. ¿Cómo podemos desconfinar el futuro, pensar en esta nueva realidad que se va construyendo, si no somos capaces de asumir que los crímenes de Hamás y la criminal respuesta judía no deberían encontrar complicidad alguna?

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