Una calle de Barcelona, en una imagen de archivo
28/08/2025
Catedràtic d'Història i Institucions Econòmiques del Departament d'Economia i Empresa de la Universitat Pompeu Fabra. Director d'ESCI-UPF
3 min

Las vacaciones son ocasiones preciosas para cambiar de actividad y pensamientos. He podido pasear por la Inglaterra alejada de Londres y su área metropolitana. Pese a no poder hacer más que captar impresiones, algunas son tan chocantes –a pesar de ser tópicas– que no puedo dejar de comentarlas, a riesgo de poner de manifiesto que soy un barcelonés enojado y que ya me hago mayor.

En primer lugar, la seguridad de la circulación por las calles. Cada medio de transporte circula por donde tiene que circular. En Barcelona esto se ha perdido completamente. Caminar por las aceras es un ejercicio peligroso, no solo cuando hay obras –entonces el peligro se multiplica– sino siempre. Todos los vehículos de dos ruedas amenazan a los peatones, ocupan sus espacios de movilidad y no les tienen ningún respeto. La seguridad vial inglesa (aceras incluidas) es mucho mayor. La peligrosidad barcelonesa también.

En segundo lugar, la limpieza de las calles. Están limpias. Completamente limpias. No sé dónde harán sus necesidades los pájaros, pero no queda rastro en las calles. Tampoco sé dónde las harán los perros, pero no queda absolutamente ningún rastro, en ningún sitio, incluidos los jardines. Y no es una cuestión de que ahí llueve y aquí no. Estos días no ha llovido en absoluto. Volver a Barcelona es un shock y peligro en ambos casos. ¿De quién es la responsabilidad? Deben de ser muchos, los responsables, desde el ciudadano insolidario o maleducado hasta las autoridades negligentes pese a que se destine mucho dinero a la limpieza de las ciudades.

En tercer lugar, la buena educación. Las normas de buena educación –dejar pasar, no chocar con peatones que miran el móvil, respetar las señales de tráfico, no insultar al turista despistado, tener paciencia con el conductor que no sabe por dónde tirar– son tan universales y profundas que no podemos dejar de compararlas con su progresiva pérdida en nuestro país. Esta buena educación tiene la virtud añadida de igualar a ricos y pobres y jóvenes y mayores. Es de agradecer. Hace la vida más placentera y aumenta la cordialidad entre las personas. La disposición a ayudar al forastero, que antes teníamos, se mantiene intacta, ciertamente porque deben de tener menos turistas –aunque el turismo interno es muy importante–, pero se agradece siempre.

En cuarto lugar, el cumplimiento de las normas de civismo y comportamiento en el espacio público es general. Quizás en nuestro país el empeoramiento ha sido mezclado con ideas equivocadas sobre la libertad y la igualdad que han promovido que todo el mundo pueda poner los pies (y los zapatos o las botas) sobre los asientos de los metros, trenes y autobuses sin que nadie se atreva a corregir al infractor por miedo a encontrarse con una respuesta agresiva. Ceder los asientos en el transporte público a los mayores o a los inválidos ya solo es práctica habitual por parte de colectivos de inmigrantes que mantienen ese respeto, pero ha desaparecido entre una parte significativa de nuestra juventud.

Todas estas carencias y otras similares no se deben a la inmigración. Nuestros inmigrantes parecen mejor educados –socialmente hablando– que nuestros autóctonos. Hay que deducir que fallan las familias –que todo lo consienten si se trata de los hijos–, el sistema educativo –que ha sido desarmado completamente para corregir los malos comportamientos–, y las autoridades –que no quieren enfrentarse nunca con las familias ni defender a sus docentes que tienen que tratar con, y enfrentarse a, la mala educación y chantaje de hijos y padres. A menudo la decepción máxima comienza con las autoridades, que han acabado empoderando a los maleducados, que saben que nadie les va a cerrar el paso en sus pequeñas o grandes fechorías. Curiosamente –o no– las autoridades tienen un comportamiento paternal con sus empleados públicos que tratan con los ciudadanos. Han decidido que pueden trabajar menos y menospreciar a los ciudadanos con la mala práctica de las citas previas, que no desaparece pese a lo que se proclama oficialmente. Todo ello genera una sociedad en la que todo el mundo está enfadado y el otro tiene la culpa de todo. Por eso mismo es tan reconfortante comprobar que existen sociedades económicamente parecidas pero mucho más cívicas y mejor educadas. ¡Podemos mejorar!

Probablemente, la difusión del principio de la libertad completa en la búsqueda de la propia felicidad ha olvidado proteger la libertad de los demás. La falta de buena educación –de la cortesía cívica o civismo inclusivo– nos hace colectiva e individualmente peores. Lamentablemente, los ciudadanos que hacen un esfuerzo por corregir esta deriva son menospreciados, criticados o ridiculizados. Ciertamente, el mundo de las redes sociales lo empeora todo, pero no en todos los países ni con la misma intensidad. Existen sociedades mejor educadas, más cívicas y –ninguna sorpresa–, más prósperas. Es posible llegar a serlo y debería ser nuestra aspiración.

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