Borràs y la santísima continuidad

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Laura Borràs

Las personas hacen las instituciones, pero las instituciones, si son sólidas, permanecen más allá de las personas. Los individuos nos vamos pasando el relevo. Una sociedad madura reposa en unos cuantos pilares. La institución más milenaria y flexible, más universal y pragmática, es la familia: todos tenemos una. En el terreno del poder y la espiritualidad, está la Iglesia católica, que por mucho que esté en decadencia y haya perdido influencia, sigue aquí. En términos democráticos, tenemos que ir país por país. El Reino Unido lleva ventaja en la mayoría. Westminster, como auténtico centro de la vida política británica, tiene una historia secular y demuestra una vitalidad y una independencia admirables. Lo hemos visto de nuevo con la caída de Boris Johnson.

Nuestra democracia es más joven y corrupta. En el caso español, la sombra alargada de la dictadura (la falta de tradición democrática liberal) y del nacionalismo (el exceso de patriotismo banal) tiñe a la mayoría de las instituciones, sean judiciales, legislativas o gubernamentales. En el caso catalán, tampoco vamos muy sobrados: la angustia histórica por ser o no ser y una tendencia incorregible al caudillismo populista nos traiciona a cada paso. Ahora con Laura Borràs. En la imagen ideal, querríamos ser una Inglaterra en pequeño (aquello de Pau Casals recordando a la ONU que el Parlamento más antiguo es el catalán). La imagen real es más prosaica. Como normalmente nos comparamos con el Congreso español, que es de todo menos ejemplar, nos quedamos tan tranquilos. También es cierto que el parlamentarismo a nivel mundial no pasa por los mejores momentos. La invasión del Capitolio de Washington lo ha hecho más patente que nunca.

Lo mejor que puede pasar con el episodio de Borràs es que no pase nada más. Sería una prueba de madurez democrática. El Parlament tiene que seguir haciendo su trabajo legislativo y de control del gobierno. Cuanto antes recupere la normalidad, mejor (el Govern parece que también continuará). Lo que cuenta es la santísima continuidad, que decía D'Ors y remachaba décadas después Ferrater Mora al habla de las formas de vida catalanas. Quizás en la vida sí, pero en las instituciones, no mucho. El propio D'Ors, ideólogo del Novecentismo y la Mancomunidad de Prat de la Riba, acabó protagonizando una sonada ruptura hasta convertirse en franquista conspicuo. Hemos tenido unas cuantas rupturas personalistas: la inseguridad nacional acaba expulsando talento y energías.

Hoy la obsesión del independentismo emocional, con Torra al frente, de despreciar al Parlament y la Generalitat como carcasas autonomistas es, desde el punto de vista de la santísima continuidad, de una miopía garrafal. Pensamiento antihistórico. Sobre todo si se tiene en cuenta que venimos de una revolución fallada: ¿qué ha sido, si no, el Procés? La revuelta democrática fue chafada policialmente y castigada con represión judicial (todavía la sufrimos) y represión política (el 155). Lo que no se puede hacer, después de esto, y después de haber recuperado el pulso del autogobierno, es ir diciendo que no vale nada. “Se hace camino al andar”, decía el poeta. El poder también se gana ejerciéndolo. Encadenando pasado y futuro. La idea de Lluís Nicolau D’Olwer de bautizar el Gobierno catalán como Generalitat tuvo el simbolismo de enlazar la ilusión republicana con el mito medieval: continuidad.

El Parlament es, o tendría que ser, un pilar. Los diputados y los presidentes pasan. Nadie es imprescindible, solo la institución. Borràs habrá sido una presidenta efímera con un final narcisista poco edificante: por muy dolida que estuviera, marchando con tono amenazante, acusando a los compañeros de hipócritas, se ha hecho un triste favor a ella, a Junts y al cargo, al cual se pide un plus de ejemplaridad. Ha recordado más a Ferrusola sintiéndose expulsada del Palau como si fuera su casa que al Pujol del mea culpa por el legado. Muy casero y poco institucional, todo ello.

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