Un breve tratado sobre la inmisericordia

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Día Mundial Contra el Sida en la India. ARINDAM DEY/ AFP

Habrán oído muchas veces ese tópico, generalmente atribuido a Mohandas Mahatma Gandhi. Me refiero a lo de que el nivel moral de una sociedad se mide por cómo trata a sus miembros más débiles. De ser así, y es así, tenemos un grave problema. Nuestro desprecio hacia los más débiles entre nosotros resultó evidente cuando surgió la peor pandemia de los últimos cien años. Que no fue el covid (unos 15 millones de muertos en el mundo), sino el sida (casi 40 millones de muertos y aun sin vacuna ni cura).

Quienes no vivieron el horror descubierto en 1981, y quienes lo vivieron, pero no lo recuerdan, harían bien en leer Los hijos dormidos, un libro de Anthony Passeron recién publicado por Asteroide. Es un texto duro. Pero, a diferencia de las noticias que llegan de Gaza y de Israel, del terrorismo y del afán infinito de venganza, permite mantener un mínimo de fe en la humanidad. Cuenta dos historias, la de la enfermedad y la de la familia Passeron, destrozada por el sida.

Aún rebotan en mi cerebro las frases que se oyeron en la redacción de un periódico, El Correo Catalán, y doy por supuesto que en cualquier otra redacción, a partir de aquel verano de 1981. Escribíamos sobre el “cáncer gay” y hablábamos con desenvoltura de una enfermedad que parecía afectar solamente a “maricones y yonquis”. Había quien la consideraba una bendición. Luego supimos que entre los infectados había también personas “normales” que habían recibido una transfusión de sangre. Vaya, un daño colateral. Y, misteriosamente, el mal se ensañaba con los haitianos.

Era una pandemia y un estigma. En los hospitales que aceptaban a esos enfermos (en otros eran rechazados) se los aislaba y se los dejaba morir en soledad. Pronto se supo que la transmisión era sanguínea, pero dio igual. Nadie quería acercarse a los nuevos leprosos, ni respirar su aire, ni rozar su piel. Se los trataba como culpables.

El proceso del mal consistía en fiebres, pérdida de peso, diarreas crónicas e hinchazón de los ganglios linfáticos, como pasos previos al sarcoma de Kaposi o la neumocistosis. ¿Cuál era el origen? Un equipo científico estadounidense aisló un virus, denominado HTLV. Científicos franceses, en cambio, creyeron localizar el origen en otro virus, inicialmente llamado LAV. Se tardó bastante en comprobar que los franceses tenían razón.

Se tardó menos en saber que el uso de preservativos durante el coito constituía una barrera eficiente contra el extraño “cáncer”. Al papa Juan Pablo II (hoy santo) le dio igual y mantuvo su campaña contra los preservativos con una intransigencia absoluta. El presidente socialista de Francia, François Mitterrand, se negó hasta 1986 a promocionar con dinero público el uso del condón y a distribuir jeringuillas limpias entre los toxicómanos.

El líder de la ultraderecha francesa, Jean-Marie Le Pen, exigía la creación de campos de concentración para “los sidaicos”. ¿Qué diría hoy la ultraderecha? Lo mismo, me parece. Tuvo que ser una mujer de pocas luces, pero buen corazón, la princesa Diana de Gales, quien en abril de 1987 hiciera lo impensable: estrechar la mano a varios enfermos.

Según mis cálculos, estrictamente personales, la princesa tontiloca mostró una envergadura moral bastante superior a la de Juan Pablo II y sus dogmas.

La investigación farmacéutica sobre el sida fue acelerándose conforme se demostraba que afectaba también a heterosexuales y “gente de bien” en general. En 1991, Magic Johnson, estrella del baloncesto y de las relaciones públicas, heterosexual fuera de dudas, anunció que él también estaba infectado, aunque sin desarrollar aún la enfermedad. Aquello ya era otra cosa.

En 2007, la revista Science reconstruyó el origen de la enfermedad. El virus había migrado desde un gran primate a un humano en el sureste de Camerún. Hacia 1920, un humano infectado viajó de Camerún a Congo. Y empezó la pandemia sin que al mundo le interesara, porque del corazón de África solo nos interesan los diamantes y los metales raros. Medio siglo después, las migraciones desde la región (donde había muchísimos trabajadores haitianos: pequeño misterio resuelto) a Estados Unidos y Europa extendieron el horror ante nuestros ojos. Ese horror era doble: la enfermedad, por un lado, y nuestra inmisericordia, por otro.

El sida tiene ahora tratamiento, el famoso cóctel de fármacos, para quien puede permitírselo. Pero sigue sin cura. El año pasado repuntaron las infecciones y las muertes. Después de ver cómo tratamos a los ancianos en los asilos durante el covid, después de los “protocolos de la muerte” madrileños, hay que preguntarse si seguimos siendo tan crueles como hace 40 años.

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