Mientras en las Islas Baleares hace semanas que debemos testimoniar el gag protagonizado por la Reyal Academio de sa Llengo Baleá y la Casa Real, en Cataluña se ha aprobado un nuevo decreto que exigirá el nivel C2 de catalán a los docentes. Esta decisión aspira a fortalecer el catalán en las aulas y, de paso, es un contragolpe a las medidas que pretenden incrementar la presencia oficial del castellano en escuelas e institutos.
Que los maestros y profesores demuestren y acrediten este nivel de catalán no sólo me parece conveniente, sino también imprescindible para poner el énfasis en otra cuestión fundamental: la calidad de la lengua hablada y escrita por el profesorado. Al fin y al cabo, las aulas son, para una parte significativa del alumnado, el único entorno en el que interactúan con el catalán, sea de forma oral o escrita. Por eso mismo es imprescindible que maestros y profesores puedan ofrecerles un buen contacto lingüístico; para garantizar que, cuando hablen o escriban en esta lengua —aunque sea— lo hagan de forma correcta, habiendo contado con una buena referencia en clase.
Y es que esto no tiene nada que ver con los debates sobre la corrección o la presencia de anglicismos y castellanismos en las canciones de Mushkaa o Julieta —por citar a dos cantantes que se han visto salpicadas por polémicas que, en la línea del cumpleaños de Rosalía, ponen sobre la mesa si se puede exigir una responsabilidad de carácter lingüístico a las nuevas voces del panorama musical catalán. Ni siquiera debería rebatirse que, a la hora de exigir un nivel alto de catalán, es lo mismo un profesor de lengua que un profesor de ciencias.
Al fin y al cabo, el compromiso de Julieta o Mushkaa con la presencia y la calidad del catalán en sus canciones es una cuestión de responsabilidad o conciencia individuales deseable, pero no exigible. En el caso del profesorado, sea de la materia que sea, saber hablar y escribir con propiedad hace tiempo que debería ser, más que un requisito, una especie de código ético intrínseco en la profesión. No importa si el profesor imparte matemáticas o biología: del mismo modo que experimentaríamos vergüenza ajena al asistir a una conferencia en la que el ponente –del ámbito que sea– no supiera hablar bien, los docentes deben querer garantizar que la lengua en las que vehiculan las sesiones es prácticamente exquisita.
Todos conocemos a personas que, a pesar de contar con un certificado B2 o C1 de inglés, por ejemplo, no osarían impartir, por vergüenza, por considerar que el nivel real de soltura no es suficientemente alto, una materia o una charla en esta lengua. Pues bien: me encantaría que los docentes –y por extensión, naturalmente, el resto de la sociedad– experimentaran un mal olor similar a la hora de ponerse delante de una clase y hablar en un catalán deficiente. La obligatoriedad de acreditar el C2 en Cataluña puede ser un paso positivo para avanzar en este sentido. En Baleares, mientras, continuaremos presenciando polémicas sobre una academia esperpéntica y viendo cómo el catalán deja de ser un requisito al máximo de lugares posible.