Confesémonos los trastornos alimentarios

La imagen de una mujer distorsionada en un espejo.
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No soporto que durante las comidas la gente se ponga a hablar de nutrición: que si esto tiene tantas calorías, que si eso es una bomba, etc. Lo encuentro de mal gusto porque reduce el complejo acto de comer en su vertiente instrumental. Esta costumbre tan extendida me molesta también por otra razón: me recuerda quién fui y todo el esfuerzo que tuve que hacer para salir adelante. Me hace recordar todos los años que me pasé descartando alimentos (ay, la mantequilla), comiendo menos de lo que necesitaba, viviendo con culpa cada transgresión de los mandamientos dietéticos que debía obedecer si quería ser una chica moderna, occidentalizada y atractiva. Todas teníamos que querer encajar en ese ideal que en las famosas parecía algo natural. Bebo mucha agua, decían las modelos. Hago yoga, medito. No añadían: y no como. Porque la mayoría de mujeres deben privarse de esta necesidad básica para poder estar tan delgadas como es debido, las primas naturales son una especie rara y difícil de encontrar. La mayoría de las que tienen un índice de grasa corporal extremadamente bajo lo tienen porque han sido criadas en cautiverio, el cautiverio de los cánones estéticos enfermizos característico del mundo civilizado.

Malú ha confesado que sufrió trastornos alimentarios. Una confesión que confirma lo que todos vimos: como una chica con la cara de manzana característica de las jóvenes con salud pasó a ser un sello de rostro alargado. Pero la opinión pública, pese a la supuesta toma de conciencia, es favorable a los trastornos alimentarios y los valida, los promueve y aplaude. Si la magror es escandalosa encuentra excusas para justificarla: hace mucho ejercicio, trabaja mucho, se cuida. Es misoginia sádica disfrazada de preocupación por la salud (hay más enfermedades asociadas a la obesidad, nos repiten siempre, olvidando el sufrimiento y el dolor de la anorexia). No, querida, no te cuides si sufres hambre, si te odias, si descartas el placer de tu plato y crees que te mereces castigarte por el simple hecho de necesitar alimento. No nos cuidamos cuando nos torturamos frente al espejo, y la preocupación por la alimentación saludable en muchos casos no es más que la mutación de la anorexia. Los trastornos alimentarios, de hecho, son como una hidra de siete cabezas a la que, cuando consigues cortarle una, crece otra con otra forma: dejas las restricciones porque es de anoréxica, pero te haces vegetariana o vegana o te quitas el gluten o la leche o cualquier alimento que la moda de turno haya puesto en la diana.

Una de las cosas que más dificultan la toma de conciencia sobre el alcance que tienen en esta sociedad los problemas de la comida es la falta de honestidad de las mismas mujeres que les hemos sufrido. A veces porque ni siquiera nos lo vemos, otras porque da más vergüenza que cualquier otra cosa, ya menudo porque no queremos que nuestro entorno nos recuerde ante cada plato que nuestro comportamiento no es el de una persona con salud . Conozco a muchas mujeres que nunca se han visto como anoréxicas y lo son de manual. En los medios hay casos escandalosos que saltan a la vista, mujeres extremadamente delgadas que deberían estar de baja tratándose su enfermedad y que, en cambio, las tenemos haciendo de presentadoras como algo más normal del mundo. De hecho, las profesiones que conllevan una exposición mediática en la que la imagen es importante deberían tenerlo como riesgo laboral y las empresas, sobre todo si son públicas, deberían velar por el bienestar de sus trabajadoras.

Deseo una revolución feminista: que un día las mujeres salimos del armario de la mala comida y nos confesamos nuestras manías, manías y sufrimientos con este tema. Que todas digamos: sí, yo también estoy tocada por el veneno de la restricción, yo también he renunciado al placer, me he mortificado por ser como me han dicho que debo ser.

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