¿Crisis? ¿Qué crisis?

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El kilómetro cero de la Puerta del Solo, erosionado, en una imagen de archivo.

Según el discurso oficial, España es una democracia plena, madura, irreprochable. Bueno, la conducta del rey emérito sí merece algunos reproches, pero se trata de comportamientos personales que no afectan para nada a la salud de las instituciones. Una democracia pletórica, pues, en la periferia de la cual apareció hace algunos años un tumor maligno, el independentismo catalán, que está siendo extirpado a base de cirugía cruenta y tiene que ser cauterizado con hierro candente. Mientras tanto, y por culpa obviamente del independentismo, Catalunya es –cito a algunos de los corifeos locales del discurso oficial– un barrizal abrumado por la decadencia económica, cultural y moral, malgobernado por el victimismo permanente y, encima, abocado al despoblamiento. Sí, porque –según uno de estos corifeos– de aquí “huirá todo el mundo que pueda” (sic).

Lástima que la realidad se emperre en complicar y desmentir un relato tan edificante. Lo que malinizó, desde el 2012, el pleito catalán no fue la reivindicación autodeterminista, sino la respuesta airada, intemperante, criminalizadora y, finalmente, represiva del establishment español, que no dejó ninguna rendija para un tratamiento conservador –es decir, políticamente negociado– del problema. Es esta brutalidad de la réplica de los poderes españoles –primero los mediáticos, después los judiciales, más tarde los policiales y políticos...– la que ha convertido un problema serio, pero gestionable democráticamente, en un cáncer que está haciendo metástasis sobre el conjunto del sistema de 1978.

Después de haber insultado y caricaturizado hasta la deshumanización a los dirigentes del separatismo catalán, la prensa madrileña ha acabado aplicando el mismo trato a Pedro Sánchez y a sus aliados comunistas, chavistas, golpistas y sediciosos en general. La crisis del bipartidismo PP-PSOE tiene causas propias, claro, pero no habría mostrado las mismas características sin el conflicto de Catalunya. Ciudadanos no habría irrumpido en el escenario estatal con la fuerza con la que lo hizo en 2015 sin haberse cargado antes de energía en la lucha antiseparatista de los tres o cuatro años anteriores. Podemos no sería para los socialistas un socio tan incómodo si, bajo la mesa del consejo de ministros, no hubiera puesto hipótesis como el indulto o la amnistía de los presos políticos catalanes, la celebración de alguna forma de consulta en Catalunya, etcétera. En cuanto a Vox, ¿qué es el partido de Abascal más que la traducción político-electoral del tan celebrado "¡A por ellos!" del otoño de 2017? ¿Hay que recordar que, antes de esa fecha, Vox no había pasado del 2% de los votos en ningún tipo de convocatoria electoral?

Esto por no hablar del brutal desgaste no tan solo de la institución monárquica, sino también de la figura de Felipe VI; por los escándalos de su padre, sí, pero también por su comportamiento ante la crisis de octubre de 2017. O del lenguaje guerracivilista que se ha hecho presente en el ágora pública como nunca antes desde hace cuatro décadas; ese lenguaje que –por ejemplo– pide “fusilar a 26 millones de hijos de puta”, sin que la Fiscalía encuentre el menor indicio de delito de odio...

Sin embargo, si alguien de buena fe todavía se tragaba la fábula de la España-democracia-plena contrapuesta a la Catalunya-barrizal, quizás en el curso de la semana pasada debe de haber abierto los ojos. Me refiero, por supuesto, a la trepidante secuencia de la moción de censura en Murcia, la convocatoria –impugnada– de elecciones anticipadas en Madrid, la opa hostil del PP sobre Ciudadanos, el revival aznarista personificado en Isabel Díaz Ayuso con el siniestro Miguel Ángel Rodríguez detrás, el golpe de efecto de Iglesias, etcétera.

Si determinados observadores consideraron un signo de decrepitud institucional que el pasado 14-F catalán lo fijaran unos jueces, ¿qué dirán ahora del 4-M madrileño validado por un tribunal, naturalmente a favor del PP? Y los fariseos de la inestabilidad política de la pasada legislatura catalana, ¿qué opinan del espectáculo que nos ofrece la región de Murcia con sus tránsfugas, los intentos cruzados de comprar diputados ajenos, la transformación del juego parlamentario en una subasta mafiosa? Todos los Coscubielas y otras vírgenes vestales del izquierdismo genuino, tan agudos a la hora de detectar a la extrema derecha dentro de las filas del independentismo, ¿qué dirán cuando, de resultas de esta crisis de marzo, la Comunidad de Madrid sea gobernada por el PP neoaznariano y Vox? ¿A quién le echarán la culpa, a Puigdemont? ¿O afirmarán que, visto que defiende –como ellos– la unidad de España, Vox no es exactamente extrema derecha sino, como dijo alguien de su cuerda, “democracia cristiana”?

Calificados analistas ven detrás de este terremoto cuaresmal el propósito de Pedro Sánchez de desprenderse de los aliados de la investidura y sustituirlos por Ciudadanos, si es que los naranjas salen vivos de esto. Me parece un diagnóstico prematuro. Por mi parte, me conformaría si, de la nada ejemplar batalla política en curso, algunos extrajeran una visión menos autocomplaciente del panorama político estatal; un reconocimiento que el régimen del 1978 se encuentra en verdadera crisis. No porque lo digan los independentistas, no, sino porque los síntomas de descomposición ya son indisimulables.

Joan B. Culla es historiador.

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