Cristianos, judíos y musulmanes: ¿quién odia a quién?

Uno escriba copiando la compleja caligrafía de la Torá.
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El conflicto entre Israel y los palestinos es incomprensible si no se tiene un mínimo conocimiento de los precedentes históricos. Cuesta mucho interpretarlo sin referirse a enfrentamientos anteriores que explican los odios acumulados que estallan periódicamente. De esta forma, se puede retroceder hasta 1948, la fecha de la declaración unilateral de independencia (DUI) de Israel, recordada por los palestinos como Nakba –la catástrofe–, cuando cientos de miles de palestinos perdieron sus propiedades y fueron expulsados, empezando el itinerario de exilios y sueños de regreso que había vivido el pueblo judío en circunstancias anteriores. Judíos y palestinos despliegan ante el mundo historias paralelas, pero invertidas.

Retroceder hasta 1948 no ilumina suficientemente el origen del conflicto. Hay que echar más atrás, al menos hasta la creación del movimiento sionista, en los años ochenta del siglo XIX, que reclamó Palestina como el hogar del pueblo judío donde debería crearse un estado propio. Durante la Primera Guerra Mundial el movimiento sionista supo jugar bien sus influencias y arrancó el compromiso británico de apoyar para que su objetivo se convirtiera en realidad. Así se consagró en la declaración de la Sociedad de Naciones que proclamaba Palestina el hogar nacional del pueblo judío y lo ponía bajo control (“mandato”) británico. Desde el sueño sionista hasta la DUI de Israel hubo tres generaciones con enormes sufrimientos para los judíos, hasta el horror del Holocausto. Fueron las mismas generaciones que fueron protagonizando emigraciones de judíos desde Europa hacia Palestina, donde crearon importantes asentamientos, fundamento humano del futuro estado de Israel.

¿De qué huían? De las persecuciones cristianas. Para los pueblos cristianos de Europa, y desde épocas alto medievales, los judíos habían sido el chivo expiatorio de la cólera recurrente de las poblaciones cristianas cuando se enfadaban contra grandes desgracias –típicamente hambrunas, epidemias y enfermedades inexplicables–. Vivimos en unas tierras –Cataluña, y las antiguas Coronas de Aragón y Castilla–, que han protagonizado muchos de estos destellos de cólera, siempre completamente carentes de cimiento, contra los judíos. También se institucionalizó el odio a los judíos y se crearon instituciones especializadas en su detección, encarcelamiento, ejecución y expulsión, como la Inquisición, la única institución común de las dos Coronas durante siglos.

La experiencia hispánica no era una excepción en Europa. Hubo pogromos –ataques a los judíos, con matanzas, robos y expulsiones– repetidamente y durante siglos en los pueblos de la Europa central y oriental que duraron hasta entrado el siglo XX, culminando en los campos de concentración y exterminio nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Esta trayectoria de odio y persecución fue típica y exclusivamente cristiana. Sólo a partir de la explicitación del objetivo sionista de crear un estado judío en Palestina empezaron a aparecer persecuciones contra los judíos en ciudades musulmanas. Durante cerca de dos milenios, el odio a los judíos era cristiano. Las tierras musulmanas fueron espacios de acogida de los judíos que huían de las persecuciones cristianas. Para los cristianos, los judíos eran quienes habían matado a Jesucristo y personificaban el mal. Era diferente entre los musulmanes, que siempre acogieron las diásporas judías. Resulta doloroso ver que ahora se ha invertido la situación desde todos los puntos de vista: el conflicto ya no es entre judíos y cristianos sino entre judíos y musulmanes. En España, que expulsó de sus territorios a unos y otros, y persiguió con la Inquisición a los que se quedaron, existe una tradición profundísima de personificación del enemigo común en judíos y musulmanes.

El hecho de que la diáspora judía convirtiera progresivamente al pueblo judío, que se consideraba a sí mismo el elegido por Dios, en un pueblo dedicado mucho antes que los demás al estudio y al ejercicio de profesiones menospreciadas por los cristianos, como la medicina y el préstamo, añadió odios y envidias a la relación de los cristianos con los judíos, que no existían en relación con los musulmanes. Los logros económicos, el hecho de ser prestamistas y el dominio de conocimientos ocultos que se consideraban paradiabólicos, añadió siempre leña al fuego. Que ahora los culpables sean los musulmanes y que los cristianos aparezcan como defensores de los judíos es, históricamente hablando, una paradoja. Visto desde la distancia, siempre cómoda, y desde la razón ilustrada, el conflicto entre las tres religiones llamadas del libro -las que tienen un libro sagrado- es incomprensible. Nos remite siempre a los impulsos más primitivos del ser humano, no por antiguos menos presentes en nuestra vida diaria en todo el mundo: el odio a la diferencia, el odio a lo desconocido y la deshumanización como herramienta de justificación del terror. Duelo mucho verlos en perfecto estado de salud.

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