

Para entender lo que Elon Musk y compañía quieren hacer con el mundo es útil saber cómo imaginan el fin de este mundo. Y más cuando lo ocurrido con DeepSeek esta semana es un ejemplo perfecto de los miedos y los sueños de Silicon Valley. Por más excéntrico que pueda parecer a veces, Musk es un tipo con una filosofía pensada y compleja que, como suele ocurrir en los hombres que alcanzan estos niveles de poder, actúa guiado por una visión más parecida a una doctrina religiosa que a un manual de negocios . La guerra de Irak no puede entenderse sin considerar la base teológica de la administración Bush que unía liberales y neoconservadores en una misma fe redentora que era poco más que cristianismo secularizado: la humanidad dividida entre el bien y el mal, la cruzada para esparcir la democracia como si fuera la palabra de Dios, la creencia mesiánica en el progreso moral, etcétera. De la misma forma, en Silicon Valley hoy se habla muy a menudo de la inminencia del Harmagedon, pero la esperanza de salvación esta vez no se deposita en el advenimiento de una democracia global, sino en la tecnología.
Musk ha discutido bastantes veces los cuatro caminos posibles para el futuro de la humanidad del filósofo sueco Nick Bostrom, que escribe sobre los riesgos de la inteligencia artificial y es muy popular entre los tecnólogos. El primer futuro posible es el colapso recurrente: una repetición periódica de ciclos de prosperidad y ruina que nos imagina atrapados en un bucle eterno. Ésta era la visión de los sabios clásicos que, llenos de pesimismo y prudencia, en los proyectos de transformación demasiado radicales veían una arrogancia que aceleraría la misma fatalidad que se proponían evitar.
El segundo es el altiplano. Propio de la ideología progresista y, probablemente, la visión más compartida por todos nosotros en un nivel subliminar, esta forma de mirar se imagina el futuro como una continuación del presente, pero algo mejor. La idea es que la vida en las naciones ricas actuales es un buen resumen de lo mejor que la humanidad puede alcanzar, y el futuro consistirá en una convergencia lenta y gradual que llevará a todos a vivir de la misma manera como hoy viven los suizos.
El tercero es la extinción: visto el potencial destructivo de las armas actuales, sea por una guerra nuclear, sea por una inteligencia artificial que se vuelve omnipotente y maligna, es perfectamente razonable imaginar que la humanidad acabe borrando de la Tierra. De hecho, Bostrom dice que, tal y como son las cosas hoy, lo más probable es que el colapso recurrente sea ya imposible y cualquier conflicto a escala planetaria conduzca a la extinción total.
Finalmente, existe el despegue, que consiste en una aceleración del progreso que nos lleve a un futuro mucho mejor que el actual. Es el camino más difícil de imaginar de los cuatro, porque podría tomar diversas formas, pero cualquiera de ellas sería tan distinta al presente que desafía la descripción.
Pues bien, en Silicon Valley creen que la meseta es una trampa y la única alternativa real es entre despegue y extinción. Porque si China duplica su producción de energía, o si cada uno de los millones de hogares de la India tuviera que vivir como nosotros, el resultado sería ambientalmente catastrófico. El miedo es que, en un mundo de recursos escasos, la globalización es insostenible y tarde o temprano llevará a la guerra entre potencias y, por tanto, a la extinción. Por suerte, tal y como explica Peter Thiel, exsocio de Musk, valedor del vicepresidente JD Vance y gurú de emprendedores, existe un modo de progreso vertical que puede salvarnos de la carrera horizontal por las migajas de la globalización: la tecnología, que "es milagrosa porque nos permite hacer más con menos, aumentando nuestras capacidades fundamentales a un nivel superior".
Desde aquí se entienden mucho mejor las demandas aparentemente contradictorias que Silicon Valley hace a Trump y el trauma que supone DeepSeek, una empresa china que ha logrado, literalmente, una innovación que permite procesar más con menos. Para los tecnólogos americanos, esto es la enésima prueba de que los frenos y contrapesos de la democracia, con leyes para fomentar la competencia justa, regulaciones y redistribuciones forzadas, frenan el potencial que las grandes compañías necesitan para crear tecnologías radicalmente nuevas. Musk y compañía quieren que la administración Trump les dé ayudas y protecciones legales como las que el Partido Comunista concede a sus monopolios estatales, al tiempo que la libertad de hacer propia del Far West americano, una síntesis perfecta que permitiría superar la lentitud meramente autoritaria de China. Si aceptamos la dicotomía entre despegue y extinción, entre colonizar Marte y la catástrofe, podemos llegar a imaginar que Musk no hace las cosas para enriquecerse, sino para salvar a la humanidad.
Quizás es bueno recordar que, en un pasado no tan lejano, las viejas utopías europeas imaginaban el fin de los conflictos del planeta a partir del ideal kantiano de la paz perpetua, la visión que, por interés racional, las naciones del mundo deben organizarse políticamente para afrontar los retos desde la colaboración en vez de la competición. Hoy los tecnólogos americanos dicen que esto no es realista y que la única forma de evitar el fin del mundo es una carrera tecnológica incompatible con la democracia y la cooperación global. Es una visión más coherente y poderosa de lo que parece, y que convendría tomarse en serio. ¿Seremos capaces desde Europa de actualizar los viejos mitos igualitaristas, o acabaremos entre seducidos y barridos por la fe americana en el aceleracionismo y la competitividad?