Cuelgamuros en la boda

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Juan Carlos I en la boda de Almeida.

El pasado sábado pudimos reír con los peines estrafalarios de los invitados a la boda del alcalde de Madrid, Martínez-Almeida, con una Urquijo de sangre borbónica. Las vestimentas (los outfits, para utilizar el anglicismo correspondiente) eran, efectivamente, de una insuperable comicidad involuntaria, a medio camino entre una película de zombies de serie B y la obscenidad del Satiricón de Fellini. El conjunto era ridículo, estantino, estrambótico, fuera de sitio y de tiempo.

Es bueno que reímos de los poderosos y de sus liturgias, y que ellos mismos nos sirvan escenificaciones risibles de su poder (el, digamos, en torno a los novios encontró adecuado hacer retransmitir la boda por la televisión pública autonómica, TeleMadrid ). Pero también es bueno no olvidar que este desfile de loros y mamarrachos que el sábado se concentró en las pantallas de nuestros televisores y móviles representa a la perfección a las élites dirigentes en Madrid, España. Los altos funcionarios del Estado, la magistratura, el estamento militar y el eclesiástico, la aristocracia, la Corona, el poder económico, el industrial, el mediático: estaban todos allí, gozosos, felicitándose entre ellos. Celebrando que dos de los suyos se casaban con el fin de perpetuar la casta, y que el novio, sólo faltaría, es un alcalde de Madrid que puede convivir con un primo protagonista de un escándalo de mascarillas sanitarias y salir de ella sin ni una frotada .

Son una gente con intereses de clase, que ellos identifican completamente con los intereses de la patria. El primero de estos intereses es, lógicamente, mantenerse en el poder, lo que significa ser absolutamente beligerantes con cualquier persona, idea, partido o entidad que identifiquen como un obstáculo para conseguir ese objetivo. Absolutamente beligerantes significa acabar con estos obstáculos por todos los medios. Un buen ejemplo lo tenemos actualmente en una justicia que no duda en actuar descaradamente de parte contra los enemigos de la patria, con el independentismo catalán en lo alto de la lista. Como muestra, valga el escándalo del chat de jueces en la que uno de ellos se permitió divulgar una guía para sabotear la ley de amnistía, con el aplauso de muchos de sus compañeros.

No hace tanto tiempo este trabajo de demolición, además de los jueces, lo hacían sobre todo los militares. Hace poco más de ochenta años, las cacatúas y mamarrachos sintieron amenazados los intereses de la patria (es decir, los suyos) y armaron y pagar un golpe de estado contra un gobierno legítimo y democrático. Hubo una guerra civil, una dictadura de cuarenta años, una represión a sangre y fuego y decenas de miles de muertos. Algunos miles de estos cadáveres, para hacer befa y escarnio incluso después de muertos, fueron acariciados en Cuelgamuros, en el monstruoso panteón que Franco se hizo construir con el nombre de Valle de los Caídos. Las imágenes de hace unos días de las criptas de este lugar de la infamia, durante una visita de Pedro Sánchez, pueden tener tanta intención propagandística como se quiera, pero también tienen un valor documental importante.

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