

Últimamente, a raíz de la denuncia pública de Ana Polo, Mar Bermúdez y otras periodistas, se ha desvelado una realidad presente en el ámbito periodístico, y por desgracia en la mayoría de ámbitos profesionales, que tiene que ver con el poder y con que su pésima gestión puede concretarse en situaciones de acoso o de violencia sexual. Y una de las cosas que este debate ha puesto de manifiesto es que como sociedad somos poco conscientes y estamos poco preparados por todo lo que implica el ejercicio del poder, y que falta una reflexión profunda sobre las relaciones que se derivan del poder, sobre la (doble o incluso triple) responsabilidad que implica para quien lo ostenta y sobre cómo el género está imbricado en ello.
Quien tiene poder decide cómo lo ejerce, y por tanto debe ser conocedor de todo aquello que, también en el plano simbólico, se construye a su alrededor. No serlo es una muestra clara de incompetencia. Debemos preguntarnos cómo nos relacionamos, cómo lideramos y también cómo utilizamos lo que se suele llamar la erótica de poder.
Y sí, es cierto que también hay mujeres que no ejercen el poder adecuadamente, y que pueden mostrar malos liderazgos. Pero no nos engañemos: no solo estamos hablando de las situaciones que ahora explican varias compañeras del mundo de la comunicación (y que absurdamente algunos intentan silenciar o llevar al terreno penal para restar importancia o desacreditar de nuevo a las víctimas). Estamos hablando de cómo se ha construido el poder en un mundo patriarcal dirigido tradicionalmente por los hombres, donde el acoso sexual se ha convertido en una práctica cultural sustentada en unas normas de género que han perpetuado la desigualdad.
La reflexión en torno al poder y los roles de género tradicionales viene de lejos. Autoras como Judith Butler han estudiado cómo los segundos mantienen la desigualdad (económica y de reconocimiento social) y sustentan el abuso de poder de los hombres hacia las mujeres. Desde aquí se construye lo que Laura Mulvey bautiza como la "mirada masculina", que ha marcado la mirada global que construía "normalidad"; mujeres como objetos sexuales, de deseo para el espectador masculino, y no sujetos activos con poder. Una despersonalización y degradación que hacía que el consentimiento brillara por su ausencia incluso como idea.
Una de las cosas que se derivan de este marco es la necesidad de gestionar el propio ego. Un ego alimentado por el entorno y que puede llegar a creerse que tiene barra libre en muchos aspectos, también el sexual. De hecho, a veces se pone de manifiesto una incapacidad personal para aceptar la negativa, disparando así el enfado, momento en que comienza la guerra directa o indirecta contra la otra. Un ego mal gestionado fácilmente se siente herido por quien no era más que un objeto sexual totalmente reemplazable (un claro ejemplo es el de las becarias). Un precio muy elevado para un no.
Pero también hay quien afirma que la responsabilidad está en ellas porque no expresan con suficiente claridad su no. Aquí hay que recordar que el ejercicio del poder en relaciones sexoafectivas se manifiesta de forma más clara y pesa más cuanto mayor es la desigualdad entre las dos personas: hablo de casos en los que las mujeres acosadas se encuentran en situaciones de especial vulnerabilidad porque acaban de empezar, porque tienen cargas familiares y están solas, porque están en un momento difícil, o porque tienen una gran ilusión por algún proyecto, etcétera. Debemos ser sinceros: todos sabemos las consecuencias de rechazar un "te llevo a casa", una comida, cena, copa, unos mensajes del superior jerárquico o un beso. Y aquí es donde existe uno de los problemas nucleares de todo ello: en ningún caso la responsabilidad puede dividirse a partes iguales entre los dos. Aquí, quien ejerce el poder es quien tiene una doble o triple responsabilidad a la hora de permitir o no que la desigualdad presione como una losa. Porque tienes que saber que ese juego que a ti te beneficia, a la otra la puede empequeñecer, enmudecer y subyugar.
Esto no quiere decir que un jefe no pueda tener una relación con alguien que trabaja para él, ni mucho menos. Pero es necesario ser extremadamente cuidadoso y consciente del peso del poder. Y esto requiere un ejercicio previo de claridad, que consiste en hablar de la posibilidad de la relación dejando de lado el "traje laboral", verbalizando que un "no" no tendrá consecuencias y haciendo todo lo posible para deconstruir el poder patriarcal que inevitablemente está presente en todas las situaciones. Se suele rebatir que este tipo de conversaciones son antinaturales, contrarias a la espontaneidad, frías. Pero tal y como dice Shaina Joy, en el ámbito sexoafectivo la palabra más sexy es sí. Una relación en un entorno laboral es algo lo suficientemente delicado como para que se dé toda la comunicación necesaria. En un entorno laboral, que casi siempre estará marcado por la desigualdad de poder, quien haga de jefe debe ser lo suficientemente maduro para saber transmitir que podrá encajar una negativa y que a partir de ese momento nada cambiará.