Escalas del Tribunal Supremo de Estados Unidos en Washington, Estados Unidos.
09/08/2025
4 min

Acabo de cumplir 77 años y estoy planteándome con mi mujer, nativa de Brooklyn, dejar definitivamente Estados Unidos, donde llegué en 1972, hace 53 años. Ya había habido un primer despegue en 1967 a París, donde pasé dos años. Pero lo de América fue otra cosa: se trataba de una cuestión de supervivencia personal. No iba a enterrarme en vida en un país, España, que era literalmente el culo de Europa controlado por una dictadura fascista a la que no se le veía el final ni con la muerte de Franco, algún día. Me fui porque quise, no me perseguían la policía social ni el TOP. No tuve que cruzar los Pirineos el invierno de 1939 con las tropas franquistas pisándome los talones, ni mucho menos. Me fui en avión, pero con lo puesto y sin intención de volver. Y después pasó una vida.

Pues bien, si entonces dejé España por razones condicionadas por las circunstancias políticas del momento, ahora me veo en la tesitura de dejar Estados Unidos, mi país de adopción, del que soy ciudadano, por razones muy parecidas y a una edad en la que la mayoría de personas llevan ya doce años jubilados. Esto no pasaría, evidentemente, sin Donald Trump y la bomba de neutrones de su presidencia.

Trump es la versión ignorante, necia, del fascismo ortodoxo, que ya es decir. El nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano o el falangismo joseantoniano eran ideologías –delirantes, pero ideologías–. El trumpismo no, no tiene nada que tenga que procesarse intelectualmente. Su lógica es la del matón de taberna, a saber, si le rompes la cara a alguien no volverá a meterse contigo; todo el mundo tiene un precio; si te encuentras a otro como tú (Putin), no lo retes: págale, alíate con él mientras te sirva de algo y, cuando puedas, cárgatelo; nadie es más importante que tú –ni tus amigos, ni tu familia–; miente, miente, miente; ataca, ataca, ataca, como le aconsejó Roy Cohn, su mentor de juventud y lugarteniente del senador cazacomunistas Joe McCarthy. De esos barros… El único lustre intelectual del trumpismo sin Trump se lo proporciona el católico integrista Steve Bannon, quizá el único neofascista que se ha leído a Gramsci y que se ha dado cuenta de que el gran campo de batalla en el que se van a decidir finalmente las cosas es el de la cultura.

La combinación de su mediocridad absoluta combinada con su narcisismo infantiloide hace que se rodee de personajes aún más imbéciles que él para que no le hagan sombra. Espantajos como Marco Rubio, secretario de Estado; Pete Hegseth, secretario de Defensa; Pam Bondi, fiscal general; o Robert F. Kennedy Jr., secretario de Sanidad antivacunas, son buenos ejemplos de esa manera de vivir en un mundo imaginario de purpurina dorada. Aunque haya casos que se escapen de esa lógica. El entendimiento con Elon Musk fue un pacto temporal entre vulgares macarras. Vance es el peligro radioactivo real y el futuro ejecutor del famoso programa 2025 de la Heritage Foundation, diseñado para dejar a Estados Unidos convertido en una distopía de extrema derecha. Mientras, lo que le pide el cuerpo a Donald es hacer daño a lo que él identifica como la clase pija y acomodada progresista, representada por las universidades de élite y su alumnado de lujo, como Barack Obama, por poner un ejemplo, a quien odia con pasión. Pero hay más. Trump ha dado la orden de cambiar las narrativas expositivas “tendenciosas e izquierdistas” de museos nacionales en Washington como el de Historia de Estados Unidos, el de Cultura Afroamericana, el de las Naciones Indias Nativas, ambos dependientes del Smithsonian, y eso es solo el principio. Hay museos que ya se están autocensurando para evitar preventivamente problemas o verse sometidos desde dentro a la presión de sus patronatos. Hace unos días supe que el Whitney Museum of American Art de Nueva York, un museo al que siempre he estado muy cercano, había suspendido temporalmente su prestigioso Programa de Estudios Independientes y despedido a su directora adjunta, la filósofa catalana Sara Nadal-Melsió, por acusaciones de antisemitismo por unos trabajos del alumnado que trataban el genocidio palestino. Estamos en guerra cultural abierta y declarada, que nadie se engañe.

Añadamos a lo anterior la revocación del derecho constitucional de nacionalidad por nacimiento, cosa que abre la puerta a los casos de nacionalidad adquirida, como el mío, que se metan en líos de opinión o abran la boca donde y cuando no conviene, y todo ello aliñado con las detenciones irregulares de latinos, solo por el hecho de serlo, en todo el país a manos de las fuerzas parapoliciales del ICE (¡incentivadas con un plus en metálico por detención!), y estamos en una situación surrealista y fácilmente reconocible como algo muy familiar para cualquier persona española con suficiente edad como para haber vivido la dictadura franquista. Es dantesco.

El instinto me dice que la situación va a peor y no es solo Trump, es todo lo que hay detrás. Aunque se resiste con mucha valentía desde todos los estamentos, incluidos jueces y los relativamente conservadores medios de comunicación (es notorio el caso de Lawrence O’Donnell -gran periodismo, espectacular-, en el noticiario de la noche de la NBC que puede verse por internet), el poder coercitivo gansteril de Trump, pertrechado con un mandato de 75 millones de votos y la sumisión casi total del Tribunal Supremo, es demoledor. Por eso mi mujer, Terry, y yo estamos muy seriamente considerando abandonar con mucho pesar Estados Unidos, aunque no parece que haya demasiado campo donde refugiarse, visto el panorama en Europa en general o España en particular con una intención de voto a favor de Vox del 20%. A mi edad no me veo en Australia y en Canadá, un país amabilísimo que tenemos cerca, hace un frío que pela…. Pero lo más fuerte y cierto es que nunca me hubiese imaginado que en la recta final de mi vida me encontraría afrontando una reencarnación esperpéntica del franquismo del que escapé de joven y tener que volver a pelear las mismas batallas emancipatorias de hace casi un siglo. La única alternativa es el gulag mental del exilio interior, tan arraigado en España, y esperar que amaine, pero a mi compañera, que vivó una infancia y juventud muy distinta a la mía, le cuesta lo indecible entenderlo.

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