Lo que se da no se quita
Primero. Cuatro años largos después de su salida de la Moncloa, ya podemos afirmarlo con rotundidad: Mariano Rajoy Brey ha sido uno de los políticos más mediocres y nefastos que han ocupado, bajo un régimen parlamentario, la presidencia del gobierno de España. ¡Y mira que hay para elegir! A su lado, personajes característicos de los trapicheos políticos de la Restauración alfonsina, como por ejemplo el conde de Romanones –el travieso conde, como lo llamaba la prensa madrileña–, parecen estadistas de la talla de Bismarck.
Designado sucesor por Aznar como el más gris de los candidatos posibles –para que no empalideciera su legado–, Rajoy llegó al gobierno sin esfuerzo, a caballo de una crisis económica que había devastado al PSOE, y disfrutó durante cuatro años de la mayoría absoluta más cómoda de la historia del PP. Cuando el sistema español de partidos se complicó (2015-2016) y hubo que tejer mayorías parlamentarias plurales, ni siquiera forzar –con el apoyo de los poderes mediáticos y otros– la domesticación del PSOE le garantizó la estabilidad que buscaba, y acabó cayendo víctima de una moción de censura el 1 de junio de 2018.
Rajoy, como presidente, tuvo dos defectos capitales: fue cobarde e indolente. Desde el primer instante delegó la dirección política del ejecutivo en la sobrevalorada vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, como si él fuera tan solo una figura protocolaria. Y en las últimas horas del mandato, mientras se sustanciaba la moción de censura de Pedro Sánchez, se recluyó en el reservado de un restaurante madrileño, dejando que su escaño presidencial lo ocupara... el bolso de Soraya. Todo un símbolo.
Aquella cobardía y aquella dejadez, sin embargo, no tuvieron que esperar a la primavera del 2018 para hacerse evidentes. Ya lo eran desde años antes en relación al movimiento independentista catalán. No, el problema no era que Rajoy confiara la gestión del desafío a defensores acérrimos de la unidad de España; esto era lógico. El problema fue que los designados (Sáenz de Santamaría y su hombre en Barcelona, Enric Millo) no daban la talla, no tenían –más allá del ordeno y mando– ni la imaginación ni la cintura para encontrar respuestas propias de una democracia europea del siglo XXI. Además de no localizar las urnas, está claro. Y, por encima de ellos, el pontevedrés fue incapaz de mostrar la menor inteligencia emocional, de tomar ninguna iniciativa mínimamente osada. Unas semanas antes del 1-O, en privado, el presidente reflexionaba que “la imagen de un policía llevándose una urna en la portada del New York Times nos haría mucho daño”. A la hora de la verdad las portadas de todos los medios del mundo mostraron imágenes brutales de la policía española zurrando a votantes, sin que Rajoy hubiera sido capaz de hacer nada para evitarlo.
Segundo. Incapaz de dar una respuesta política a la crisis catalana, cuando comprendió que iba de veras –septiembre de 2017–, el presidente Rajoy confió la réplica al poder judicial. No descubro nada, por supuesto. Era un gravísimo abandono de responsabilidades, pero además era una jugada muy peligrosa; porque la alta judicatura española no posee las tradiciones de independencia y de rigor jurídico que caracterizan los tribunales británicos, o belgas, o escandinavos. Heredero de un sistema dictatorial nunca depurado, muy endogámico y todavía más ideologizado, el vértice judicial domiciliado en Madrid ya contemplaba con inquietud la dejadez de Rajoy. Cuando este les transfirió la tarea de frenar y reprimir el desafío separatista, los magistrados en cuestión se lanzaron con celo: ahora ya no serían el tercer poder del Estado, ahora ejercerían como el primero. Visto que los tiempos no permitían hacer entrar el ejército por la Diagonal, ellos serían la Brunete togada que castigaría y escarmentaría a toda la caterva de enemigos de España.
Así lo han hecho, desde el Tribunal Supremo hasta el Constitucional y el de Cuentas –que no es un tribunal, ya lo sé–, pasando por el TSJ o por determinados juzgados de instrucción de Barcelona. Sin ningún escrúpulo en cuanto al agotamiento de legitimidades y mandatos, o a la manipulación de los tipos penales, porque aquello que hacen es obra patriótica.
Tercero. Y ahora resulta que el Pedro Sánchez este –por el cual la mayoría de una cúpula judicial configurada bajo el PP no tiene ninguna simpatía– recibe el apoyo parlamentario de partidos separatistas, negocia con la Generalitat de los que “lo volverán a hacer” y está dispuesto –esto dice– a “desjudicializar” el conflicto. ¿Qué? Es aquí donde irrumpe la reciente intervención del presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, que denuncia la voluntad de ciertos políticos de “huir de los jueces” y de “neutralizar” con cambios legales “las sentencias judiciales que no son conformes al interés político del momento”. Así, ¿el ejecutivo ya no puede indultar? ¿El legislativo no puede cambiar las leyes en función de las coyunturas políticas y sociales, que es aquello que hacen todos los Parlamentos democráticos? ¿Nos tenemos que resignar a vivir para siempre jamás más bajo la férula del corporativismo judicial?
Ya ven cuán alargada y penosa es la herencia de Rajoy.