Contra el desprecio

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Gladiadores en la arena romana.

Respiro aliviada porque ya ha terminado la campaña electoral. Los ciudadanos nos sentimos cautivos de esa dinámica que ha transformado el debate público en un espectáculo de telerrealidad. Enmendaríamos la totalidad de las formas, ahora tan estridentes y polarizadoras, pero no tenemos ninguna manera de hacerlo, porque podemos decidir nuestro voto, pero no el marco general en el que se produce el intercambio de opiniones e ideas. Cuantos más medios existen para la difusión de mensajes políticos más han crecido las malas prácticas (manipular, difamar, decir medias verdades y medias mentiras, exprimir el lenguaje hasta límites absurdos o atacar siempre a la persona y no las ideas que expresa) de los quienes aspiran a llegar al poder oa conservarlo si lo tienen. Quizás porque el bien más preciado y escaso es la atención y captarla no resulta fácil. Por eso partidos que en otro contexto se habrían expresado con más moderación, suben la apuesta cuando el tracking los sitúa por debajo de sus expectativas. Es la guerra y en la guerra todo vale. Vivir en esta carrera que marcan el ritmo de las encuestas y el marketing político tiene sus consecuencias, la más grave es que los principales actores pierdan pie de la realidad y no recuerden que las afirmaciones y las ideas que se difunden en medios de gran alcance tienen un impacto real sobre las masas, un impacto que perdura más allá de la meta electoral que toca. En este sentido, echo de menos más responsabilidad en las actitudes de los políticos a los que hemos dado la palabra, políticos que se pregunten: ¿esto que digo ahora tendrá consecuencias negativas sobre la ciudadanía? Si se rigieran por la ética médica del “primero, no hacer daño”, el panorama sería bien distinto. Yo, por soñar, que no quede.

De todas las actitudes que se han ido normalizando en el espectáculo de la política hay una que me resulta especialmente ofensiva y me molesta más que otra: la del desprecio hacia aquellos que piensan diferente. Me sale la niña que gritaba “eso es hacer trampas” cuando veo que un político frente a su rival, en vez de rebatir sus argumentos desde la razón o los propios principios ideológicos, se dedica a menospreciarle con falacias ad hominem o manipula el discurso del otro para hacerle decir lo que no ha dicho. Es juego sucio en toda regla aunque estemos tan acostumbrados a ello que no podamos recordar si alguna vez las cosas fueron de otra manera. El desprecio denota una falta de reconocimiento de la existencia del adversario y, por tanto, una falta de aceptación de las reglas generales que rigen el propio sistema democrático.

De los resultados electorales del domingo lo que queda es un espejo del que estamos en conjunto los catalanes. Sería absurdo negar alguna de las piezas del mosaico y no tenerla en cuenta a la hora de tomar decisiones de gobierno (si llegamos a tener gobierno). Algunos partidos pueden parecernos una monstruosidad que no debería existir, pero están ahí y han conseguido la confianza de unos votantes que con su elección envían un mensaje. Llevamos demasiados años atizando un odio visceral y belicoso contra quien no piensa como nosotros y la polarización (o conmigo o con los demás, o conmigo o contra mí) nos ha hecho más sectarios y más paranoicos. El desprecio es también el exceso de interpretación que presupone mala fe o una adscripción política determinada en función de elementos aislados. Si has dicho esto y los del partido X también lo dicen, es que eres de ellos, aunque no haya ninguna prueba de que lo demuestre. Esta estrategia aglutinadora puede ir bien a algunas formaciones, pero los ciudadanos siempre saldremos perdiendo porque lo que perdemos es nuestra soberanía individual y la libertad de tener una visión compleja de la realidad más allá del partidismo.

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