La destrucción de Rusia

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Una simpatizante del presidente ruso Vladimir Putin sostiene un cartel con su rostro en Belgrado.

Represión. Alexei Navalni era una grieta profunda en el régimen de Vladimir Putin. El recordatorio constante de las debilidades de un autoritarismo que va acumulando cadáveres y silencios. Navalni ha fallecido en un penal remoto del Ártico. Pero el gulag de Putin todavía tiene las cárceles repletas de activistas, periodistas, políticos opositores, familiares de disidentes a los que quiere castigar por sentencias interpuestas contra las personas que aman y que han dejado en Rusia. Es la destrucción lenta, silenciosa e implacable de un país. Sin el barrido de proyectiles que arrasa el este de Ucrania, sino hecha de la aniquilación de las ideas, del pensamiento propio, de la exigencia de responsabilidades y de la libertad de expresión.

Un sistema cruel en lo alto del cual está un Putin que hoy vuelve a exhibir fuerza y desprecio, y se permite, incluso, emitir una orden de detención contra la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas. Su control sobre la política interna parece, de nuevo, total. Recuperado de las tensiones internas que el primer año de guerra provocó entre una parte de la élite rusa, con la muerte del amotinado Yevgeny Prigozhin, y ahora silenciado para siempre Navalni, la mordaza ha ganado.

Agresión. Vladimir Putin es un líder con aversión a la debilidad, así que, cuanto más se agota el régimen, más se endurece para perpetuarse. Las elecciones presidenciales de este mes de marzo lo coronarán para otro largo mandato de seis años, que podrían llevarlo a superar, incluso, el largo reinado del dictador soviético Joseph Stalin. El mito de la Rusia eterna se ha traducido, de momento, en la eternización de Putin en el poder.

El segundo aniversario de la invasión rusa de Ucrania llega, además, con cierto sabor a victoria. El sábado, el ejército ucraniano tuvo que retirarse de Avdiivka, una ciudad clave en la primera línea del frente de resistencia de las tropas de Volodímir Zelenski. Un golpe militar para Kiev, en pleno replanteamiento de su estrategia y necesitado de mayor apoyo armamentístico desde el exterior. "Si nos dejáis solos, Rusia nos destruirá", advertía el presidente ucraniano a los líderes reunidos en la Conferencia de Seguridad de Múnich.

Pero Putin también juega la carta de que esta es una guerra existencial para Rusia. Existencial para su propia continuidad; y decisiva en ese reordenamiento del mundo donde la impunidad en las violaciones del derecho internacional y humanitario gana terreno a marchas forzadas.

Resistencia. La ira revisionista de Putin resiste. Europa comienza a imaginar escenarios de una posible victoria del Kremlin en Ucrania, o de una imprevisibilidad enquistada en sus fronteras. Y la respuesta de la UE es el miedo. Más armamento. Aunque la multiplicación de conflictos a escala global, que convirtieron el 2023 en el año más violento desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ha coincidido, precisamente, con el momento de máxima escalada armamentista desde que terminó la Guerra Fría. El mundo se ha entregado a un rearme acelerado. Sin embargo, la lógica de la escalada bélica siempre favorecerá a quienes menos escrúpulos y oposición tienen. Por eso Putin siente que lo tiene todo a favor en Ucrania. El tiempo le juega a favor. El agotamiento de la guerra y de las municiones comienzan a pasar factura a las tropas ucranianas sobre el terreno. En cambio, la presión del régimen cae sobre cualquier expresión de disidencia de la sociedad rusa.

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