“El 18 de julio de 1936 empezaba la revuelta que algunos militares hacía años que preparaban. Fracasaron, de hecho, en no conseguir imponerse en Madrid; Barcelona o Valencia, y este fracaso transformó lo que pretendía ser un golpe de fuerza que les diera el poder inmediatamente en una larga guerra civil”. Con estas palabras describe el malogrado Josep Fontana el inicio de tres años de conflicto armado que rompía un periodo en que la alternancia se había producido por sufragio, y este sufragio se había hecho universal (1933) otorgando voto a las mujeres por primera vez.
Las atrocidades que se puede vivir y ver en una guerra son indescriptibles e incalificables.
Paul Preston ha puesto a nuestra disposición una bibliografía extensa, hasta el punto de titular una de sus obras El holocausto español (2011). Esta obra empieza explicando: “El día que recibió la noticia de la rebelión militar en Marruecos, un terrateniente de Salamanca ordenó a los jornaleros de su finca que se pusieran en fila, eligió seis y los mató a disparos para dar una lección a los demás”. Interesantísimo resumen de la durísima represión de los treinta y tres meses de guerra explícita. Preston no rehúye de describir, también, la llamada violencia revolucionaria contra terratenientes, industriales, banqueros, acomodados y clero en nombre de la revolución antifascista.
Guerra es guerra, y una vez los fusiles han desplazado la palabra, es difícil parar la sangre derramada. Los militares sublevados tuvieron la ayuda de los gobiernos de la Italia fascista y de la Alemana nazi, mientras la República era abandonada a su suerte por los gobiernos democráticos de Francia, Gran Bretaña o los Estados Unidos, amparándose en un comité internacional de no-intervención. El gobierno de la Segunda República tuvo que ir a buscar, pagados con las reservas de oro del Banco de España, suministros soviéticos –que llegaron tarde, parcialmente y, a veces, con munición no compatible–, pero dieron argumentos para poder tildarlo de procomunista a los que desde siempre han intentado un relato favorable a la insurrección militar.
¿Cómo se defienden unas instituciones de elección popular si una parte importante de sus fuerzas armadas se han sublevado contra el poder político que las comanda? Poder configurar un nuevo ejército regular desde las unidades que se han mantenido fieles al poder civil surgido de unas elecciones no fue nada fácil, y algunos creyeron que había llegado la hora de la revolución y que la harían mientras derrotaban al fascismo. Todos conocemos el resultado.
El periodo que transcurre desde el 14 de abril de 1931 al 18 de julio de 1936 fue inestable políticamente, pero es la referencia de parlamentarismo democrático y de legislación avanzada más importante de antes de 1977 y, por lo tanto, tendría que ser referencial para las instituciones democráticas.
Ante la victoria de las fuerzas de centroizquierda no monárquicas de 1931, las desazones de las fuerzas reaccionarias se mostraron en 1932 con lo que se conoce como la Sanjurjada, y la victoria de las fuerzas de centroderecha de 1933 tuvo una gran contestación social de las izquierdas cuando el Partido Radical decidió otorgar competencias gubernamentales a la extrema derecha, la llamada CEDA.
En aquella contestación social promovida por las izquierdas, los mineros de Asturias pagaron un precio elevadísimo (más de mil muertos), y en Catalunya los Hechos del Seis de Octubre supusieron la detención del gobierno de Companys y de centenares de alcaldes, su enjuiciamiento y su condena. Si bien rompieron la orden constitucional, no opusieron resistencia a la detención y aceptaron el veredicto del Tribunal de Garantías Constitucionales.
Las elecciones de 1936, ciertamente polarizadas, pero cumpliendo todos los requisitos legales para su convocatoria y escrutinio, dieron la victoria al Frente de Izquierdas (Frente Popular en el resto de España). El funcionamiento de las instituciones, con los aciertos y desaciertos de todas las épocas, correspondía a los partidos ganadores en las urnas.
De ellos era, pues, la responsabilidad de garantizar los derechos de una democracia todavía joven. El principal de aquellos derechos: la libertad, siempre sometida a normas, cuando se ejerce en una comunidad de millones de personas y desde una posición gubernamental. Estas normas, en las democracias, son las leyes y los reglamentos que se derivan de ellas.
El gobierno legitimado por las urnas quería y ejercía la democracia, cumplía y hacía cumplir las leyes, siempre sometidas a revisión por los Parlamentos que las han aprobado. Y siempre con la posibilidad de ser derogadas cuando se produce alternancia en la mayoría parlamentaria.
Pablo Casado, que quiere optar a la presidencia de España, es portavoz de una derecha cada vez más radicalizada que ha llegado al punto de reescribir a su conveniencia los pasajes más dolorosos de nuestra historia. Esta semana le hemos visto moderar un debate en que el exministro de la UCD Ignacio Camuñas negaba el golpe de estado del 18 de julio de 1936 y culpabilizaba al gobierno de la Segunda República del inicio de la guerra civil. Casado no lo contradijo, lo que no nos tendría que extrañar si tenemos en cuenta que pocas semanas antes, al pleno del Congreso, el líder del PP había afirmado que "la guerra civil fue el enfrentamiento entre los que querían la democracia sin ley y los que querían ley sin democracia". No queda claro en su afirmación quién eran los que querían “la democracia sin ley” y quién los que “defendían la ley sin democracia”, porque ambas cosas eran responsabilidad de las instituciones legítimas que se habían constituido en el marco de la Constitución Española de 1931, es decir, del gobierno de la República y de los gobiernos catalán y vasco.
Todos los habitantes del planeta Tierra de aquel momento con sensibilidad suficiente para defender los derechos humanos y la democracia parlamentaria como sistema de organización política, veían en aquella joven República un proyecto social avanzado amenazado por el fascismo internacional por las conexiones de los militares sublevados con los gobiernos de ideología fascista de Europa y por expresiones como “acabaremos con los que ante asociaciones, comités, sindicados, ateneos, han osado intentar cambiar el orden natural de las cosas y ocupar el lugar de los poderosos”, o “eliminaremos sin escrúpulos ni vacilaciones todos los que no piensen como nosotros”, dichos por el general Mola, uno de los ideólogos de un golpe de estado transformado en una trágica guerra.
No digo que Pablo Casado haya dicho estas barbaridades, pero es inconcebible que quien aspira a dirigir una España cada vez más compleja pueda formular la tesis de la defensa de la ley o de la democracia en la acción de los mandos militares que se rebelaron contra la legitimidad de las instituciones de la Segunda República después de unas elecciones libres de resultado indiscutible (16 de febrero de 1936).
Tampoco quiero que comparta lo que pienso yo, como por ejemplo que la guerra no finalizó hasta el año 1977 y el nuevo proceso constituyente. No soy ingenua, como demócrata sé lo que es opinión personal y lo que son hechos incontestables. No aspiro a presidir el gobierno de España: Casado sí. Si no reconoce la legitimidad de los gobiernos de los pocos periodos democráticos del siglo XX porque se integraron formaciones de izquierdas, o de extrema izquierda, como parte de la pluralidad política, reniega de la definición de esta Constitución que tanto estruja (1978), la misma que “propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Si Casado no se desdice de su afirmación y mantiene que había razones de democracia o de leyes en el levantamiento fascista, sus palabras le perseguirán y perderá influencia (más de la que ya perdió Rajoy) en los partidos conservadores de la democracia cristiana europea, que rechaza y combate los grupos que defienden postulados de este tipo. Esto sería impensable en el Partido Republicano Francés o la Unión Democratacristiana Alemana.
Guerra es guerra y nadie queda a salvo. Estamos a punto de iniciar el debate de la reforma de la ley de memoria histórica y si se niega que en 1936 un grupo de militares, con influencia de lo que se estaba haciendo en Alemania desde 1933 y en Italia desde 1922, impusieron una dictadura por las armas después de un levantamiento ilegítimo contra las instituciones democráticas, el Partido Popular se habrá situado definitivamente en la ucronia de la extrema derecha europea.