¿Se necesitan discursos para conmemorar el aniversario del Desembarco de Normandía? ¿No hablan suficientemente claro las 9.387 cruces blancas del cementerio americano de Colleville-sur-Mer? Aquellos chicos tenían diecinueve, veinte o veintiún años a lo sumo y murieron dos veces: tuvieron tiempo de darse cuenta de que morirían sin remedio, y después les mató el fuego alemán. Eran la juventud disponible para ser carne de cañón, hoy embellecida con hileras milimétricas, césped cortado a ras y el mar azul a sus pies. Los americanos saben mucho de construir cementerios militares, porque consiguen que sólo se vea el heroísmo, y por eso sale con un nudo de agradecimiento y de reverencia en la garganta. Las miserias de la guerra y de la política se quedan en la verja de la entrada.
A los muertos de 1944 no se les honra con según qué discursos de 2024, esta época en la que la derecha conservadora que celebra aquella victoria de la democracia liberal contra el fascismo se alía con la ultraderecha, y en la que los enemigos de la libertad se eligen con intereses de geopolítica variable bajo el aliento del complejo militar industrial que cotiza en bolsa. Por eso los jefes de estado siempre vuelven a Omaha Beach: porque allí empezó la última gran victoria pura y porque se ha convertido en la estación de servicio de la historia donde recargar las reputaciones a la baja, las contradicciones insufribles y las narrativas gastadas de hoy en los depósitos inagotables de dignidad, valor y sacrificio que hay debajo de esas playas desde hace ochenta años.