Diotima está muerta

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Los trágicos acontecimientos de las últimas semanas hacen temblar de indignación. Vacilamos. Todavía no hemos inventado un lenguaje preciso. Usamos expresiones como feminicidio, violencia vicaria, machismo, pero no es suficiente. Con cada muerto se abre un pozo inefable. Tarea imposible. Nos vemos cada vez confrontadas a una angustia que no engaña y que tenemos que movilizar por el bien común.

El viejo Platón escribió una historia sobre una cena de hombres en la antigua Atenas. Se encuentran para celebrar el premio literario de uno de ellos, de nombre Agatón. Son los influencers de la época: militares, literatos, filósofos, médicos. Aburridos de beber y comer, deciden hablar del amor. ¿Qué es el amor? ¿Una cosa por siempre jamás o que se acaba enseguida? ¿Es una divinidad o una experiencia humana? Uno de los miembros de la pandilla es Sócrates, el extraño, que oye una voz interior. Se ha apuntado a cenar al último minuto y por casualidad. Todo va bien hasta que le llega el turno de palabra. Entonces Sócrates dice que no sabe nada del amor (normal, en su caso, porque nunca sabe nada). Sobre el amor solo puede decir lo que una vez le explicó una mujer sabia, llamada Diotima. Diotima es de Mantinea, es una extranjera. También es sacerdotisa, versada en los ritos de Eleusis. No forma parte del grupo de los influencers. No es una invitada. Solo es una referencia. Aun así, Plató pone en boca de Diotima lo más importante de este texto. Ella es quien habla realmente a los hombres. Deja claro que el amor es una combinación entre el saber que se satisface y la ignorancia que se ignora. El amor siempre falta. Es un deseo que orienta, que hace camino. Pero no es un desenlace. El amor es el deseo inacabable de aquello que es bueno, un anhelo, no una certeza. El amor es un indigente con recursos para salir del paso, sin mucho éxito al fin y al cabo.

Concentración en Valencia el día 11 de junio después del repunte de casos de asesinados machistas y el hallazgo del cuerpo de Olivia, asesinada a manos de su padre.

Para Jacques Lacan, el amor es “dar lo que no tenemos a quien no lo quiere”. Esto quiere decir que hay una disparidad constante en nuestra relación con el amado o la amada. También significa que, al fin y al cabo, queremos a una ficción inconsciente, siempre desajustada respecto a un ideal perfecto. ¿Cómo se puede dar lo que no tenemos? La lógica es otra. Querer no es seguro. No sabemos de todo qué queremos en el otro ni por qué. Pero existe el deseo de visitar un lugar desconocido. Diotima deja claro que los grandes discursos (mediáticos, académicos, políticos) tambalean ante la complejidad de este anhelo tan singular. El universal del “todo el mundo lo sabe” no sirve en este caso. Cuando Sócrates afirma “todo el mundo sabe que el amor es un gran dios”, Diotima sonríe y con ironía pide al insigne filósofo: “Di, ¿quién es este todo el mundo?” 

La posición de una mujer como Diotima impugna el discurso universal para introducir la particularidad de lo que no sabemos. Diotima es quien plantea una pregunta en medio de los discursos eruditos de quienes se escuchan todo el día. Esta posición es peligrosa: amenaza a quien dispone de una única certeza sin conocer el anhelo del amor. Aquí ya no hay deseo ni ausencias: solo posesión.

Vivimos en una sociedad de cosas que se pueden comprar, almacenar, tirar o revender. Disfrutamos de las cosas de una manera especialmente insana, según nuestra satisfacción o nuestro asco. Así pues, el sujeto del amor se ha convertido en un objeto del cual queremos apropiarnos. La subjetividad ha reculado ante la cosificación, los protocolos, las evidencias. Los humanos se han convertido en recursos o en capital social. Esta apropiación generalizada constriñe a las personas a una esfera de control y a situaciones indignas en todos los ámbitos y niveles de relación: profesional, laboral, familiar, íntimo.

Es evidente que matan a las mujeres cuando se salen de la esfera del control del otro. El otro cree que es la ley, el principio y el final, la verdad de qué son y por qué. No hay dudas ni preguntas. No hay conversación ni sonrisas. Solo la determinación del mal. Se trata de matarlas para que no puedan hablar de lo que ha pasado. Para que se lleven con ellas las palabras no dichas, que todos los interrogantes se pudran para siempre jamás mientras se descompone el cuerpo. Que no sean nada ni dejen rastro.

Con la muerte de cada una de ellas han hecho mucho más que quitarles la vida: también han matado a Diotima, la grieta en el discurso compacto de una verdad absoluta y controladora. Por eso, nos hace falta seguir hablando de ellas en particular, de quién eran, qué querían decir y cómo, de sus vidas apalabradas. Y también del amor como un anhelo, laberinto difícil y opaco, abriéndose paso entre los objetos de satisfacción mortífera y la brutalidad de un desenlace inadmisible.

Anna Pagès es profesora de la FPCEE-Blanquerna de la Universitat Ramon Llull

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