La dolorosa indiferencia del turista

Drogadicción en Kabul, Afganistán. MOHAMMAD ISMAIL/ REUTERS
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Yo que no puedo volver a Marruecos (demasiadas críticas al rey ya la religión) me veo a menudo teniendo que aguantar discursos sobre las bondades de mi país de origen emitidos por turistas que han pasado dos días, personas que han vivido allí con todos los privilegios que comporta ser europeo en el Tercer Mundo (sabiendo que si van mal datos pueden volver sin problemas a sus democracias seguras y cómodas) y empresarios que hacen buenos negocios en el mismo territorio del que son expulsados ​​o condenados a la pobreza millones de habitantes. Me armo de paciencia cada vez que digo que nací en el norte de África y mis interlocutores me cuentan lo bonito que es Marrakech y qué bien aunque tan cerca y tan lejos. Si pusiéramos su relato superficial cargado de clichés junto a lo que hacen, por ejemplo, las mujeres inmigrantes que saben perfectamente que Marruecos no las ama (y por eso no encontraréis ninguna que quiera volver a vivir, a diferencia de sus maridos ), a los primeros debería caerles la cara de vergüenza. Pasear por el mundo ciegos e indiferentes ante la situación que vive la población local no sólo es una indecencia moral, sino que es una contribución decisiva al blanqueo de los regímenes más deplorables. Existen países encabezados por dictadores de poder medieval que tienen en el turismo una de sus principales fuentes de ingresos. Cada extranjero despreocupado que les visita está aportando un granito de arena en la miseria local, en la falta de desarrollo y en la vulneración sistemática de derechos y libertades. ¿Y yo qué quieres que haga?, me dirán, encogiéndose de hombros. Me conformaría con que no miráis hacia otro lado, que su atención se desplazara de los animados mercados donde compre alfombras o los restaurantes de aromas exóticos hacia los barrios donde se agolpan los desheredados obligados a dejar el campo estéril, hacia las zonas rurales donde las niñas son dadas en matrimonio, detrás de los muros que ocultan la segregación por sexos. O que vierais el miedo en la mirada baja de una población acostumbrada a la represión feroz ya ser vigilada por los tentáculos del poder.

El terrible atentado de la semana pasada en Afganistán es un claro ejemplo de cómo el turismo puede contribuir a apuntalar un régimen tan terrorífico como el de los talibanes. Las agencias que han organizado las expediciones deberían asumir su responsabilidad, más aún cuando han mentido abiertamente sobre los peligros que comportaban sus viajes. Anunciaban que las estrictas leyes de los teócratas afganos sólo afectan a las mujeres locales, y eso se ve que no es motivo suficiente para descartar el destino. Que la mitad de la población viva en un apartheid y les sean vulnerados todos los derechos se ve que no afecta en nada a las oportunidades de negocio que han visto estos emprendedores de la miseria ajena. ¿Viajaría usted a un país donde aún fuera legal la esclavitud? ¿Dónde existiera la ley del talión? ¿Dónde fuese aceptada y practicada la tortura? Al parecer, sí, para muchos occidentales aburridos que buscan estímulos en otros lugares estas circunstancias pueden obviarse perfectamente. Y no sólo los turistas, también los hombres de negocios, los que hacen largas estancias de lo más confortables y vuelven explicando que no han visto nada de lo que denuncian las organizaciones de derechos humanos. El dinero de los occidentales que ha vivido siempre en democracia y disfrutando de todas las libertades (incluida la de poder ir por el mundo sin demasiadas trabas) es, desde este punto de vista, una de las piezas de la estructura que fija y apuntala monarquías absolutas, teocracias despóticas, oligarquías y todo tipo de dictaduras. Es neocolonialismo en toda regla porque extrae riqueza (material o vivencial) sin contribuir en nada a la mejora de la población autóctona.

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