Ocho años después del colapso de 2017, el independentismo catalán no tiene un elefante en la habitación, tiene dos: Oriol Junqueras y Carles Puigdemont. La continuidad de los dos principales líderes del Procés condiciona completamente los respectivos espacios políticos e impide las imprescindibles catarsis y renovación profundas del conjunto del movimiento, sin las cuales es imposible que salga del pozo electoral, político, discursivo y cultural en el que está metido.
Es una injusticia, sí. Puigdemont y Junqueras han sufrido la represión muy duramente, uno en forma de exilio y otro de prisión e inhabilitación. Se les ha negado el derecho de participación política, se los ha castigado y deshumanizado, han sido objeto de una venganza calculada. Pedir que se vayan, justo ahora que están a punto de recuperar sus derechos políticos gracias a la ley de amnistía, no deja de ser una manera de rematarlos. Pero ese argumento, que humanamente es comprensible, no es políticamente válido. Hay que recordar que Puigdemont y Junqueras son políticos, no panaderos, ni agentes de seguros, ni cantantes. Todo lo que hacen y dejan de hacer debe ser juzgado en función de sus consecuencias políticas.
Y juzgados políticamente, es muy evidente que estos dos líderes, que durante años representaron las ilusiones y esperanzas de victoria mejor que nadie, hoy son la viva imagen de la derrota. Es imposible que quien prometió el cielo haga ilusionar a los votantes con un traspaso parcial de Cercanías en el que, para más inri, los maquinistas han acabado mandando más que el acuerdo entre partidos, o con unas competencias de estar por casa en inmigración, sin capacidad normativa y con los Mossos haciendo de monaguillos de la Policía Nacional en la frontera. Sin duda, estamos en un momento político diferente, absolutamente prosaico, pero es imposible que el comercial que te vendía las virtudes de un Porsche ahora te convenza de las bondades de un Peugeot. ¿Toca un Peugeot? Vale, pero que me lo venda otro, por favor.
Quizás algún estratega tendrá la tentación de pensar que si Puigdemont y Junqueras no son buenos para vender un Peugeot, lo que tienen que hacer es volver a vender el Porsche. Tampoco funcionaría. Si algo ha aprendido el independentismo es que, aparte de mayorías muy amplias, la ruptura con España –si alguna vez se produce– requerirá una determinación infinitamente superior a la de 2017, asumiendo los riesgos que asume cualquier país que de verdad quiere su independencia. Es difícil creer que los propios dirigentes que frenaron asustados por una simple advertencia en privado de intervención militar, en una hipotética nueva ocasión tendrían un comportamiento diferente. El problema de credibilidad es, pues, integral: estos dos dirigentes ya no son buenos ni para vender el Porsche ni para vender el Peugeot.
Puigdemont y Junqueras continúan porque así lo han querido los militantes de sus partidos. Los de Junts, de forma abrumadora. Y los de Esquerra, divididos casi por la mitad. En público simulan estar ilusionados y convencidos, pero en privado los argumentos a favor de la continuidad de ambos líderes son otra cosa: desde la injusticia humana citada más arriba, hasta justificaciones estrictamente corporativas como "es que si se va, el partido se nos rompe" o "es que no tenemos relevo". Consideraciones legítimas, pero que no tienen nada que ver con lo mejor para el movimiento independentista o incluso –llamadme ingenuo– para el país. A estas alturas, todo el mundo dentro y fuera del movimiento sabe que sin liderazgos nuevos el independentismo no tendrá la oportunidad de volver a pensar y actuar con claridad. Quizás no sea condición suficiente, pero sí necesaria.
A raíz de las encuestas que disparan a la ultraderecha en Catalunya, en los últimos días se ha citado mucho una célebre frase de Antonio Gramsci para explicar el fenómeno de Aliança Catalana. La cita original del pensador y político italiano dice así: "La crisis consiste precisamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se producen los fenómenos morbosos más diversos". En el caso del independentismo catalán, la frase no puede ser más precisa. Mientras el centro de gravedad de la política catalana fue el proyecto ilusionante y creíble de un nuevo país, no hubo espacio para una ultraderecha catalanista. Fuimos una excepción europea. Cuando esa esperanza ha muerto, ha nacido el monstruo de Aliança Catalana. Puigdemont y Junqueras deben apartarse para dar a lo nuevo la oportunidad de nacer. Me atrevo a decir que es un deber patriótico.