Un cementerio en una de las islas
28/03/2024
3 min

En la cultura japonesa, como es sabido, la muerte no se vive como un tabú siniestro, sino que la transitoriedad de la vida se acepta de forma mucho más natural y práctica que en Occidente. También sabemos que el color del duelo, durante los ritos funerarios japoneses, es el blanco, y que celebran un Día de los Difuntos para recibir las almas de los familiares que se han ido, que acuden guiados por las linternas de papel encendidas. Aparentemente, la muerte recibe un tratamiento menos dramático y tremendista que en nuestra sociedad.

Seguramente por eso en muchas novelas japonesas la cuestión de la pérdida y el duelo aparece, pero con un tono más sutil y delicado que en nuestra literatura. A veces, la narrativa japonesa adquiere un tono de fábula que nos la hace incluso algo pueril.

La novela El pequeño estudio de los recuerdos perdidos (La Campana), de Sanaka Hiiragi, nos presenta el caso de un fotógrafo que es una especie de agente de aduanas entre la vida y la muerte. Hirasaka recibe a los clientes, les comunica que han muerto y, mientras les ofrece una taza de té, les entrega una colección de fotografías de su vida y les pide que elijan una de cada año que han vivido (¿sólo una?! ?). Hasta aquí sólo se trata de una versión de nuestro mito de ver pasar la vida por delante cuando estás a punto de morir. Pero, en esta novela, el protagonista da un paso más: anuncia al fallecido que le será permitido revisitar un momento de su pasado, un instante que considere que ha sido importante para él.

Y aquí viene cuando lo matan (quiero decir a nosotros, los lectores, que los personajes de los libros ya están muertos). Por qué es inevitable, llegados este punto, preguntarse qué momento elegiríamos, cada uno de nosotros, de nuestra vida, para poder revisitarlo. Es muy y muy difícil elegir sólo uno.

Seguramente, de entrada, haríamos un repaso rápido por lo que podría llamarse, a la manera de Zweig, los momentos estelares de nuestra vida: el nacimiento de nuestros hijos, el día que conocimos el nuestro gran amor, el momento de despedirnos de las personas queridas, el día que recibimos la noticia de que estábamos curados o de que seríamos abuelos, o que tuvimos un gran éxito profesional.

Imposible elegir. Es entonces cuando pensamos que quizás sería mejor repescar un instante menos trascendental. Buscar y remover entre todos los días “normales” de nuestra vida, los que vivimos sin ser demasiado conscientes de que nos encontrábamos bien y estábamos bien acompañados y que lo mismo era la felicidad.

Con un batir de ojos vamos proyectando las diapositivas de una escena de verano en la playa, el hijo pequeño rebozado de arena, el mayor jugando a palas con su padre, el calor del sol en la piel. Otro batir de ojos y estamos en torno a una mesa concurrida, entre los viñedos verdes y los amigos que levantan las copas y las hacen chocar. Y todavía otro parpadeo y vemos una mañana de Reyes de cuando éramos pequeños y los padres eran jóvenes y los hermanos chillaban de pura felicidad.

Pero todavía –en la tercera va la vencida– podemos cerrar más el foco. Dentro de cada uno de estos momentos hay instantes que destacan como luciérnagas en la oscuridad: has mirado al hijo pequeño para limpiarle la arena de la cara y él, que todavía no habla, te ha regalado una sonrisa que sólo reserva para ti, o al almuerzo entre los viñedos, un amigo, al pasar por detrás de ti, te ha abrazado brevemente, o los padres, mientras nosotros desenvolvemos regalos, se han mirado de esa manera que se miraban.

Son instantes ligerísimos que, puestos en una balanza, no compensarían en modo alguno el peso del dolor y del miedo y de la tristeza. O, espera, como hay tantos, quizás sí.

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