La palabra enajenación proviene del latín alius, que significa otro. Una persona alienada está fuera de sí, extraviada de quien es realmente (cuando de eso tenemos alguna noción). Este alejamiento de la propia forma de ser puede ser un trastorno que llega de repente, repentinamente. Entonces, al ser considerada una patología y por sus síntomas, es necesario pedir ayuda médica o psicológica. En este caso, estar enajenado es una especie de enfermedad que puede tratarse. Por ejemplo, hace un par de siglos, las personas enajenadas iban a ingresar en un asilo psiquiátrico. Hoy, sin embargo, toman psicofármacos.
Hay otro tipo de personas enajenadas que se han levantado en armas, porque en un momento determinado vieron que la causa de su enajenación era la injusticia de ser tratados como si fueran cosas. Unos y otros fueron la excepción en el orden establecido. A veces elstatu quo los adaptaba; otros eran ellos quienes modificaban el sistema al tomar conciencia de la realidad que les hacía sufrir.
El mundo contemporáneo ha transformado radicalmente esa condición alienada. Hoy, la alienación es algo de andar por casa. Se va instalando poco a poco, entre las horas, sin hacer ruido. En un estado de ánimo permanente y cotidiano, dejamos de hacernos preguntas: más bien hacemos un gesto de olvidar que teníamos alguna vez. Huimos de lo que no queremos saber o pensar, sin perder más tiempo. La alienación hoy no es tanto una escapatoria de la realidad como la realidad en la que vivimos. Es una normalidad. Según Marx, la alienación supone un extrañamiento respecto a la propia acción, que acaba convirtiéndose en desconocida por quien la ejecuta (a menudo en beneficio de otro). El cine de Chaplin eternizó ese momento con la famosa escena del protagonista de Tiempos modernos deslizándose por dentro de la maquinaria de producción, que le empuja por los circuitos de los engranajes. Hoy no hace falta una máquina que nos trague: la llevamos colgada al cuello como un perro o la sostenemos con la palma de la mano. En el metro, en la sala de espera, en el restaurante, por la calle, la gente mira el móvil. Los alumnos están quietos en las sillas mientras el profesor explica el powerpoint. Juegan a videojuegos. Cuando les llamas la atención a veces ni te sienten. Los más pequeños, sentados en el cochecito, a base de mirar dibujitos en el móvil que los adultos les dan para distraerse, comienzan a tener problemas para andar mirando de cara con la cabeza erguida. Tropezan. En la escuela de infantil, enseñan a los niños a mirar qué tienen delante. Acostumbrados a mirar hacia abajo, algunos no ven que el semáforo está rojo y por poco los atropellan. Todo el mundo camina cabizbajo. Este gesto de bajar la cabeza es de siervo de la gleba, de obrero explotado, de esclavo sin ánimo. El móvil domina porque hace obedecer. La alienación es esto: bajar la cabeza sin darse cuenta. No pensar nada. Hacer circular imágenes banales. Jugar en el solitario digital.
En la historia, cuando la gente ha tomado conciencia de estar en manos –ensalada– de otro que los manipula y los controla, ha hecho cosas. Lo ha dicho a los demás. Ha reaccionado. Levantamos la cabeza de una vez para mirar hacia delante.