'Eppur si muove', versión palestina

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Milicians palestinos en la franja de Gaza.

Los palestinos parecen estar condenados. Cuando Israel se jactaba de haber vacunado a más de la mitad de su población judía (la árabe-israelí aún está en proceso de inmunización: hace una quincena solo el 23% había recibido la primera dosis) y lanzaba su diplomacia de la vacuna ofreciendo su envío a países afines se generó cierto escándalo, dado que como potencia ocupante y según la Convención de Ginebra de 1949 –título III, sección III, artículo 55– “tiene el deber de abastecer a la población con víveres y productos médicos, especialmente [...] cuando sean insuficientes los recursos del territorio ocupado”. 

Algunos reaccionaron diciendo “que les vacune Hamás”, algo harto difícil dado que el Movimiento de Resistencia que gobierna solamente en Gaza es considerado grupo terrorista en parte del mundo y es improbable que pueda solicitar formalmente ni pagar las ansiadas inyecciones gracias a las sanciones internacionales aplicadas contra su ejecutivo. Otros reaccionaron con la indignación propia del doble rasero ante la decisión israelí de enviar recursos médicos imprescindibles en su territorio -el propio y el ocupado- a aliados tan distantes como Honduras o República Checa, a cambio de apoyo. Aunque la decisión quedó congelada por problemas legales, el gesto fue calificado como “chantaje político e acto inmoral” por parte del ministro de Exteriores palestino, Riad al Maliki, quien acusó a Tel Aviv de “explotar las necesidades humanitarias” de países en desventaja para arrancar compromisos políticos.

Y sí, era indignante. Tanto como saber que parte de las dosis cedidas por Tel Aviv a su contraparte palestina no está siendo inyectado en los brazos correctos. El escándalo ha surgido al conocerse que algunas dosis han terminado inmunizando a altos cargos de Al Fatah -en el poder en Cisjordania-, a algunos familiares de estos y a responsables de medios de comunicación. En medio de un rebrote de la pandemia en territorio palestino, la Autoridad Nacional reconoce haber recibido 12.000 vacunas (10.000 de Rusia y 2.000 de Israel) y asegura haber enviado a Gaza 200 dosis, otras 200 a Jordania (donde vive parte del liderazgo en el exilio) y haber usado el 90% restante para vacunar a los sanitarios. La corrupción que siempre ha rodeado a Al Fatah disipa cualquier duda: varios grupos de la sociedad civil palestina han denunciado el robo de vacunas y han exigido un comité de investigación que comunique los nombres de los beneficiados. 

Los palestinos están más que acostumbrados a que no se haga justicia, pero eso no significa que no necesiten una vía de escape moral a su indefensión frente a un liderazgo repleto de manzanas podridas y frente a la potencia ocupante. Y no solo en lo que atañe al covid-19. La ristra de resoluciones internacionales violadas por Israel en territorio ocupado -solo en 2020 fue el Estado más sancionado por Naciones Unidas, con tres veces más resoluciones que el resto del mundo- nunca ha afectado a las acciones del gobierno de Tel Aviv porque simplemente las desoye. Ignora sus deberes como potencia ocupante y desdeña la legislación internacional y la Convención de Ginebra, según la cual es ilegal confiscar tierras o expandir asentamientos en zonas ocupadas, como lo es transferir a parte de la población a las zonas ocupadas. Ya que estamos con la Convención, también es ilegal entorpecer la educación de los niños -en Cisjordania, las amenazas de demolición de escuelas son comunes, como lo es que profesores y alumnos tengan que atravesar controles militares israelíes donde pueden ser arrestados- o poner en peligro a las embarazadas, y son demasiadas las que han perdido a sus recién nacidos en los checkpoints al ponerse de parto en medio del cruce; como lo es, por encima de todas las cosas, lanzar ataques militares desproporcionados contra población civil. 

Y sin embargo, la justicia internacional se mueve, con una lentitud exasperante y poca posibilidad de éxito, pero lo hace. El anuncio de la Corte Penal Internacional sobre la apertura de una investigación formal sobre presuntos crímenes de guerra israelíes y palestinos desde la ofensiva contra Gaza de 2014 (2.500 muertos y unos 11.000 heridos en 50 días, casi todos palestinos) llega seis años después del inicio de la investigación preliminar y cinco después de que Palestina se incorporase al Estatuto de Roma, algo que Israel no ha hecho. No se trata de investigar crímenes de un solo bando, sino de dilucidar responsabilidades israelíes y palestinas, lo cual debería ser una buena noticia para ambas partes. Aunque no sorprende, es desoladora la reacción de Tel Aviv que califica la decisión de “puro antisemitismo”, la palabra mágica con la que enmascara su impunidad.

Mónica García Prieto es periodista

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