Escohotado, y otros

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La noticia de su muerte nos hace recordar a Antonio Escohotado, un autor representativo de una cierta idea de la contracultura en España. Son parte de la generación nacida en los 40, y, como escritores y pensadores, se formaron reflejándose en los movimientos estudiantiles de Berkeley (y de París, y de Praga), en la Revolución Cultural de Mao y en la Cuba de Fidel, así como en la llamada cultura de las drogas, en la cual se especializó Escohotado. Eran los tiempos de los ácidos, de las setas y del peyote, de la poesía lisérgica, del pensamiento expandido, de abrir las puertas de la percepción (Jim Morrison dixit, a partir de William Blake) y de reivindicar las borracheras y los fumadores de opio de Baudelaire, Rimbaud y los maudits como Sade, Laforgue, Artaud o Bataille (y sus nietos americanos: Burroughs, Leary, Ginsberg, Kerouac, etc.). Escohotado fue autor de una Historia general de las drogas que adquirió una cierta aureola mítica. Hoy, todavía puede tener algún interés la parte historiográfica de la obra, a pesar de que es mucho más discutible su contenido “filosófico” (Escohotado no tenía inconveniente en presentarse como autor de una “fenomenología de las drogas”). En general, toda la retórica y la enorme cantidad de hoja impresa que se generó entorno a las drogas degeneró inmediatamente en coartadas pretenciosas para ir de farra y tener sexo fácil, y en un discurso que, pretendiendo ser transgresor, era, en realidad, profundamente reaccionario. Nada te hace tan fácil de controlar como vivir colgado de un globo, aunque el globo esté hinchado con alcohol y ácido. Y el mercado nunca lo tendrá tan fácil para conducir a los jóvenes como a través de los movimientos juveniles supuestamente rebeldes, desde el punk de ayer hasta el trap de hoy: junto con las drogas y el alcohol, herramientas para controlar a la ciudadanía.

Como otros de su tiempo, Escohotado quiso ser ecléctico y transversal, y esto le llevó a escribir sobre una multitud de temas: no en balde era sociólogo, una titulación que durante unos años equivalió a una especie de licencia para opinar sobre cualquier cosa. También se presentaba a sí mismo como filósofo, una impostura a la cual todavía tienden los charlatanes de hoy, porque la mayoría de la gente no osa replicar a alguien que dice que es filósofo.

Como decía que no quería ser ubicado ni a la derecha ni a la izquierda, se definía como liberal y era en realidad (como suelen ser los que se califican a sí mismos como liberales en España) profundamente de derechas: y de la peor derecha, la que reivindica el franquismo contra el cual él se suponía que se había sublevado. En los últimos años ya no citaba a Hegel sino a Ortega y Gasset (y encima lo citaba mal); sostenía que, en Catalunya, la población había sido sometida a un lavado de cerebro durante sesenta años, y defendía que Vox y Santiago Abascal eran “conservadores”, menos hipócritas que los también “conservadores” (pero más “vendidos al sistema”) del PP. No son contradicciones, es impostura. Funciona bien en sociedades faltas de educación y exigencia.

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