Protesta de extrema derecha frente a la sede del PSOE en Castellón, el 12 de noviembre.
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Conocíamos a España como problema, como proyecto, como promesa y como amenaza. Pero lo que llevamos días viendo (con las concentraciones no autorizadas ante las sedes del PSOE, y con las manifestaciones del domingo en diferentes ciudades, que sí eran autorizadas), es España entendida como psicodrama. Multitudes que salen a la calle a desahogar, con la excusa patriótica de la unidad de España, los muchos berrinches, tristezas y frustraciones que acumulan en su diaria, y desigual, lucha contra la realidad. Se enfadan, insultan, gritan barbaridades, piden castigos terribles contra personas que no les han hecho nada, gritan proclamas que llevan escritas en un papel. Naturalmente que tienen, como todo el mundo, derecho a la manifestación, pero sería bueno que aprendieran a no derrocharlo.

Es mucho más grave, sin embargo, que estos gritos se vean amplificados y legitimados, por unos medios de comunicación que hacen un uso indecente de su capacidad de influencia, e incluso por magistrados, y altos organismos judiciales, que no dudan a tomar impulso en los clamores del populacho (que, en otros casos, desprecian y rechazan) cuando van a favor del nacionalismo de estado que ellos mismos practican y representan. Mostrar ofensa por el uso de un término como lawfare, mientras vemos enérgicas repulsas contra una ley que aún no ha podido leer a nadie, o incluso imputaciones por terrorismo sacadas del sombrero, dice poco (o lo dice todo) sobre la credibilidad y la imparcialidad de una parte de la cúpula judicial española.

Y, sin embargo, pese a todo el estruendo que genera el psicodrama patriótico, el problema sigue siendo el de siempre: que es mentira. Ni se ha producido ningún golpe de estado, ni España va hacia una dictadura, ni se ha derrumbado el estado de derecho, ni ha habido fraude electoral, ni se le ha impedido con malas artes gobernar al ganador de las elecciones, ni se ha abolido la Constitución por la puerta trasera, ni han usurpado el poder una banda de terroristas y golpistas, ni hay motivo para repetir elecciones, ni tampoco para que intervengan la Unión Europea ni la OTAN. Todo este cúmulo de falsedades, que ciertamente dibujarían un caso de máxima emergencia política e institucional no sólo en España sino en la comunidad internacional, forma el discurso con el que cada día se dirigen a la ciudadanía los líderes de la derecha nacionalista española. Su irresponsabilidad ha llegado a un llamamiento a la movilización que ha puesto presidentes autonómicos del PP (como la pobre Prohens, de Baleares) y el propio Feijóo al frente de unas manifestaciones de carácter inequívocamente neofascista que sólo por suerte no terminaron en ningún episodio que debiera lamentarse.

No es previsible que la investidura de Sánchez haga corregir el rumbo de esa derecha que hace palidecer a los esperpentes de Valle-Inclán y que se identifica bien con los disparates de Goya. La próxima preocupación de los patriotas sentimentales y rabiosos deberá consistir en seguir muy furiosamente de cerca qué dice y qué no dice Felipe VI en su discurso de Navidad.

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