En aquel paisaje yermo y remoto en el que nací, Europa estaba más presente de lo que quizás lo está hoy en el día a día de los ciudadanos que son llamados a las urnas. Sin saber nada ni de su historia ni de su política, ni de sus lenguas o culturas, nuestro imaginario construía un mapa formado por los lugares a los que habían ido a parar los hombres que se habían marchado. Algunos incluso se habían hecho mayores, en el “extranjero”, una palabra que aparecía a menudo en las conversaciones de los adultos y que parecía todo un país donde vivían los padres desconocidos que volvían de vez en cuando (si es que no les cogía la enfermedad del olvido) y de dónde venía el dinero que pagaba un cordero para la fiesta, la ropa nueva de los niños o los alimentos de unas familias que habían dejado de esperar la lluvia para esperar remesas desde tierras que nunca habían pisado. Alemania, Francia, Suiza, Dinamarca, mucho más tarde España; todos estos nombres eran parte del día a día de personas que vivíamos lavando la ropa en el río o encendiendo luces de aceite al atardecer y soñábamos con marchar al continente de la electricidad, los derechos y las libertades. Aunque no decían así, quienes querían emigrar, que era y es todo el mundo, ansiaban el progreso económico, pero también la seguridad de vivir en países que se rigen por leyes justas, el trato igualitario de los gobiernos a sus ciudadanos y la protección de derechos fundamentales. Por eso no hay nadie que crea más en el proyecto europeo que los inmigrantes que quieren llegar, lo que quizá sea difícil de creer por parte de tantos nativos escépticos y decepcionados. El domingo habrá quien tendrá pereza de ir a votar y preferirá pasarse el día en la playa. Ya sería triste que después de lo que ha costado este espacio común que nació con la vocación de dar la espalda a las peores atrocidades de la primera parte del siglo XX, convirtiéndose en una unión fuerte que encaja la gran diversidad del Viejo Continente, ahora sean la pereza y la desidia o la falta de ganas las que acaben con esa utopía hacia la que vamos caminando. Que no sea una guerra o una invasión lo que provoque el derrumbe de Europa, sino la abstención sería triste y ridículo.
Los inmigrantes que quieren llegar a Europa son los que más creen, pero, paradójicamente, muchos de los que llevan más años y sus descendientes pueden haber perdido el entusiasmo inicial. Teniendo en cuenta que hay más de treinta y ocho millones de europeos que no nacieron, su sentimiento de pertenencia es importante si lo que queremos es que Europa incluya a todos sus ciudadanos, pero la pertenencia puede verse truncada por dos factores opuestos: el racismo y el comunitarismo. El primero extranjeiza permanentemente a los nuevos europeos, los convierte en “otros” aunque sean de segunda o tercera generación, lo que impide el arraigo porque debes esforzarte mucho por sentirte de un lugar donde no te quieren. La vía que tienen las instituciones para paliar los efectos de esta fobia injustificada es reforzar precisamente lo que venían a buscar los recién llegados: el estado del bienestar, la protección de los derechos y las libertades sea cual sea el origen de la persona . Si, en cambio, se adopta una postura tibia con las formaciones políticas que tienen entre sus objetivos un apartheid europeo en función de la situación administrativa de cada uno, se estarán socavando pilares fundamentales de la casa europea. La otra amenaza a la pertenencia de los “otros europeos” es el comunitarismo o los proyectos políticos identitarios que quieren que los inmigrantes se identifiquen más con su origen o su religión que con su condición de ciudadanos europeos. creerles que estas adscripciones están por encima de los valores democráticos que tanto deseaban cuando aún no podían disfrutar. Comunitarismo identitario y racismo se retroalimentan, pero ambas propuestas son lo contrario de Europa.