Extremismo de centro

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Hemiciclo del Congreso de Diputados

Las democracias atraviesan tiempos difíciles, también en nuestro país. Las dinámicas globales que las erosionan, junto a aspectos más locales, se observan desde hace tiempo en la opinión pública catalana. Los últimos datos del CEO son una muestra muy alarmante: varias cohortes de edad, especialmente las más jóvenes, no se despeinan a la hora de afirmar que preferirían más bienestar y menos democracia; un falso dilema de manual que forma parte de los lugares comunes más visitados por los discursos antidemocráticos nada carentes de altavoces. Hace pocos días, un magnífico reportaje nos mostraba en TV3 cómo la juventud del siglo XXI no necesita acceder a los medios de comunicación, ni ir a mítines multitudinarios, para ser consumidores de narrativas extremistas, algunas de ellas abiertamente fascistas: les basta con hacer un vistazo a su teléfono móvil.

Sin embargo, las miradas de preocupación de analistas y observadores en general de esta deriva más que evidente parecen centrarse casi obsesivamente en los discursos de extrema derecha, ya sea de los influencers de TikTok o de los representantes políticos de formaciones que defienden ideologías “extremistas” como Vox o Aliança Catalana. Genera preocupación de que las próximas elecciones catalanas puedan significar la entrada de la extrema derecha catalanista en el Parlament, se aplauden las divisiones internas de Vox por si éstas debilitan finalmente este partido y más de uno se congratula que se haya podido detener entrada de Vox en el Parlamento gallego gracias a la resistencia del centrismo del PP de Alfonso Rueda. De hecho, para muchos comentaristas, la llegada de las fuerzas de extrema derecha casi se percibe como una fatalidad predestinada a “contaminar” al resto de fuerzas políticas, como ha sucedido en las coaliciones de gobierno de Marga Prohens y Carlos Mazón en Baleares y en la Comunidad Valenciana.

El auge de la extrema derecha es, sin lugar a dudas, un gravísimo asunto para nuestra salud democrática. Ahora bien, un análisis cuidadoso de la situación haría bien en rescatar la hipótesis que formuló el politólogo Seymour Martin Lipset en la obra clásica Political man. Para Lipset, el auge del fascismo alemán en el régimen de Weimar no podía explicarse sin un extremismo que había pasado desapercibido en cierto modo: el del centro. Si bien bastante controvertida empíricamente, la tesis de Lipset resulta inquietante. La radicalización antidemocrática puede producirse originariamente en lo que el politólogo americano llamó un “extremismo de centro”; es decir, una deriva que sobre todo afectaría a las posiciones políticas de las clases trabajadoras más acomodadas, a las clases medias, y no a los excluidos del sistema. Sin esta transformación de un sector de las clases medias, decía Lipset, no se podía explicar el repentino auge de apoyo intelectual, y electoral, al NSDAP en los años 30.

Sin que sea necesario dar por buena la tesis de Lipset, quizás convendría mirarla de reojo de vez en cuando. También puede ser perfectamente válida la idea de que son esencialmente los partidos de extrema derecha los que “contaminan”, un término muy adecuado, el debate público añadiendo temas nuevos en la agenda (seguridad, inmigración) y provocando que los debates y las políticas públicas giren a favor de sus tesis. ¿Pero qué responsabilidad tienen los partidos situados en el centro del espectro político? ¿Acaso no es la normalización de discursos xenófobos, simplificadores de la política, personalismos diversos y proclamas directamente antiinstitucionales formuladas por actores políticos en teoría “centristas” responsable también de esta deriva? En mi opinión, fijar la atención exclusivamente en el auge de la extrema derecha es un error estratégico notable si lo que se quiere es preservar la calidad democrática. Convendría prestar atención también a los “extremistas de centro” que de manera irresponsable, y con la excusa de la competencia electoral de la extrema derecha, o sin ella, aprovechan para mover a sus electorados más allá de los consensos democráticos razonables renunciando a hacer ninguna tipo de tarea de pedagogía democrática elemental.

Es cierto que las razones de la erosión de las democracias son diversas, hay muchos frentes abiertos. Nadie dispone ahora mismo de la receta para revigorizar las democracias y, probablemente, no hay ni mucho menos una única fórmula mágica para hacerlo. Creerlo sería ya un error en sí mismo. Pero la ética de la responsabilidad obliga a evitar a toda costa que acabamos comprobando nosotros mismos si la tesis de Lipset era cierta, no sea que nos lleváramos una sorpresa.

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