Los días de vino y rosas terminaron hace meses en el Elíseo. La figura de Emmanuel Macron ha ido menguando hasta convertirse en un personaje sublevado y a la vez agónico. El presidente promete mantenerse en el Elíseo pese a la caída espectacular de su popularidad que recogía esta semana una encuesta publicada por Le Figaro. La aceptación de la presidencia de Macron no supera el 17% de la población, un dato incluso menor que el registrado durante la crisis de los chalecos amarillos. En su comparecencia institucional del jueves por la noche, el presidente insistió en que resistirá los treinta meses que le quedan en el Elíseo y calificó a la extrema derecha y a la extrema izquierda de antirepublicanos, la peor acusación política que se puede hacer en Francia.
Moción al presidente
El objetivo político de la moción de censura no es el gobierno sino el presidente de la República, pero su salida hoy no sería más que un factor de inestabilidad probablemente inútil. Quienes reclaman su dimisión solo hundirían a Francia aún más en el caos y precipitarían la llegada de los tentáculos lepenistas del Reagrupamiento Nacional a las instituciones. La dimisión aceleraría la descomposición política.
Crisis superpuestas
Con urgencia, Macron necesita un nuevo primer ministro, recuperar la relación con su antigua mayoría, a la que desconcertó cuando disolvió la Asamblea en julio, y poner orden a las finanzas del país. Especialmente en una deuda que ha aumentado mil millones de euros desde el 2017. Hoy, por primera vez en 45 años, Francia terminará el año sin nuevos presupuestos, y poner orden a las finanzas públicas requeriría una mayoría y una responsabilidad de los centristas que hoy parece imposible. Un déficit público del 6% –frente al 0,35% consignado en la Constitución alemana– no se corrige sin diálogo a todas bandas, acuerdos políticos y evitando explosiones de ira. Menos aún cuando la firma del tratado del Mercosur, un agravio para Francia, previsiblemente radicalizará la protesta del mundo agrícola en los próximos meses.
Cabreados
Los franceses están cabreados. Ni la grandeur, ni el estado del bienestar, ni el crecimiento, ni la industria, ni siquiera el peso de la cultura son lo que eran, y esto no se soluciona con unos Juegos Olímpicos ni con la solemnidad de la reapertura de la catedral de Notre-Dame de París.
Macron intenta apelar al espíritu de la reconstrucción de la gran catedral francesa, que durante cinco años ha permitido una combinación de tradición e innovación y la colaboración de administraciones y particulares para volver a abrir el gran templo, percibido como un símbolo de unificación. Pero en el espacio político la tregua parece más difícil. El ahora ex primer ministro Michel Barnier ha fracasado. Intentó contar con una actitud de responsabilidad del Reagrupamiento Nacional, sin tender puentes con el Nuevo Frente Popular, el artefacto de izquierdas que logró cerrar el paso a Marine Le Pen. Y al final unos y otros lo han echado.
Una crisis no solo francesa
Francia vive una crisis profunda. No es una crisis solo francesa, pero es allí donde se perciben de forma muy cruda los efectos de la suma de la crisis económica, la inflación, la desaparición de la clase media, la brecha con los más ricos y el deterioro de los servicios públicos. Un conjunto de circunstancias que han generado un sentimiento de rabia, de frustración, que alimenta también la xenofobia, el ellos y nosotros.
También es una crisis del sistema político. Entre 1969 y 2022 el partido que ganaba las elecciones disponía casi siempre de una mayoría absoluta en la Asamblea. Esto ha terminado y amenaza la democracia representativa. El sistema mayoritario se ha desmoronado y no es capaz de tejer complicidades y alianzas en un marco de polarización creciente. La situación es, pues, cambio de cultura política o cronificar el bloqueo institucional de este régimen semipresidencial.
Es urgente establecer un acuerdo estable de mínimos sobre los temas que amenazan con degradar el nivel de vida y la confianza en las instituciones. Se trata del poder adquisitivo, las pensiones, la reindustrialización y la reforma del sistema electoral.
Estos días el terreno de juego se está abriendo con un posible acuerdo de los socialistas con el bloque central: "Obligados por la urgencia y la gravedad de la situación, debemos arremangarnos, estabilizar el país e impedir que bascule hacia la extrema derecha", firmaba Raphaël Glucksmann, de la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas (S&D), en Le Monde ayer. El riesgo de los socialistas es dejar más espacio político a La Francia Insumisa (LFI) de Jean-Luc Mélenchon. Pero el riesgo de bloqueo es aún mayor.
¿Derecha e izquierda? ¿Ellos y nosotros? El populismo amenaza la democracia representativa no solo en Francia. Es el momento de recuperar la tolerancia con el pensamiento del otro, el deseo de ser, formar parte de una comunidad, el reconocimiento de los gobernantes, la aceptación de su legitimidad. La alternativa es mucho más oscura y violenta.