Otro día histórico en el país de las jugadas maestras. Por la mañana, Carles Puigdemont tuvo su momento de protagonismo mediático con fuga incluida; al atardecer, Salvador Illa era investido presidente de la Generalitat de Catalunya. Puede decirse que ambos consiguieron lo que querían, en otra de estas jornadas maratonianas que se han convertido en el hábito (en el vicio, también) de la política catalana y la española. Ayudó bastante un dispositivo policial de dimensiones antiterroristas, destinado a un solo hombre, que además era diputado electo en el Parlament y que se supone que está amparado por la ley de amnistía (pero no es así porque el juez Llarena, y d otros, se han sublevado).
El peor fracaso de la democracia española es que parte de la cúpula judicial sea políticamente parcial y decida rebelarse contra la ley, o retorcerla a su capricho, para favorecer los intereses políticos de la derecha ultranacionalista. Esto lo sabemos, y seguramente no era necesario que Puigdemont interrumpiera su exilio sólo para venir a decirlo desde una tarima bajo el Arco de Triunfo de Barcelona. Puigdemont había prometido asistir a la investidura si la había, y había anunciado el día de hoy como el de su regreso. Al final no hubo nada de eso: sólo una aparición mesiánica a los fieles, que pudieron aplaudirle de cerca. A continuación salió por una portecita deatrezo que estaba detrás de él, en la tarima misma, y desapareció. El líder de Junts se parece cada día más a Fregoli, el mago escapista que tanto inspiró al poeta Joan Brossa. Consiguió dejar en evidencia a los Mossos y los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, indignó a muchos patriotas españoles y decepcionó a catalanes, mientras que a otros les divirtió, que no es poco. Pero el problema es que su gesto no tuvo ni contenido ni sentido político. No habría tenido dejarse detener, pero el espectáculo casi autoparódico que ofreció tampoco sacaba ningún sitio, salvo causar malestar en el gobierno en funciones de ERC (el conseller Elena tendrá que explicar bien el desbarajuste y el derroche de recursos públicos del dispositivo policial) y entre los dirigentes del PSC y del PSOE.
Los socialistas sufrieron en silencio durante todo el día, hasta que llegó el resultado de la votación de investidura y estallaron de júbilo a través de un tuit de Pedro Sánchez en catalán, por lo de la pluralidad. El PP, Vox y los barones díscolos del PSOE gimgaban de la humillación y la pésima imagen de España ante la comunidad internacional, y tienen razón, pero la queja deberían dirigirla hacia sí mismos, hacia los medios que les son afines y hacia los jueces como Llarena, Lamela o Marchena, porque son ellos (como reiteró el propio Puigdemont) quienes convierten a España en un estado democráticamente anómalo. Pragmáticos, los socialistas tienen ahora el poder en la Moncloa y en la Generalitat de Catalunya. Es razonable preguntarnos si alguien se creerá Puigdemont que vuelva a decir que vuelve. Es necesario, si acaso, que vuelva amnistiado, y sin más trucos.