Sigo mi serie de artículos estivales sobre emociones dando paso hoy a algo que no está en la agenda de las redes sociales, como Instagram, o que cada vez más nos cuesta compartir: estar triste.
La tristeza, a diferencia de otras épocas, vive sus días bajos. No está de moda, no gusta, se esconde, se evita y, lo peor de todo, tratamos de ignorarla o apartarla cuando la oímos.
Sentir tristeza no es malo. Es necesario. Estamos tristes cuando experimentamos una pérdida. Sea de un ser querido o de una situación determinada que ha cambiado: una enfermedad, una lesión, un revés de la vida, un accidente, un desamor, una expectativa frustrada, un sueño no cumplido, una ocupación perdida, un proyecto que nos asignaron…
En todos estos casos sentimos tristeza. La tristeza es necesaria y cumple una función. Lo peor que podemos hacer es ignorarla, no dejarle su espacio ni darle su tiempo. El luto es el tiempo de tristeza que el ser humano precisa para asimilar, aceptar, comprender. Hay personas que pretenden saltarse en estos días, semanas o meses, dependiendo de la pérdida. Se buscan sucedáneos, planes divertidos y distracciones. Actuar así no es malo. El error es buscar diversiones para tratar de no sentir la tristeza en ningún momento.
La función de la tristeza es la de ser un catalizador para el cambio, la de desarrollar nuestra resiliencia para superar las dificultades, nos enseña a regular nuestras emociones, obliga a fijar prioridades y tomar decisiones para alinearnos con nuestros auténticos deseos y necesidades.
Hay que saber estar tristes. Y entender que, a menudo, podemos necesitarlo.
Ahora bien, la tristeza, para ser útil, debe tener una duración determinada. Tiene que haber un final, debe ir menguando y desapareciendo. De lo contrario, se convierte en depresión, se hace crónico el desaliento. Esto significa que, por el motivo que sea, no hemos aceptado, no hemos resuelto el trauma, no hemos perdonado o no nos hemos perdonado. Aceptar es un término clave en la vida. Aceptación no es resignación. El primero es un signo de madurez. El segundo, un inconformismo testarudo y, hasta cierto punto, caprichoso.
Lo que puedas cambiar, lucha por cambiarlo. Lo que no puedas cambiar, acéptalo. La tristeza, entonces, poco a poco va a desaparecer.