Durante el Proceso, la competencia dentro del independentismo se produjo tanto en el terreno de los partidos políticos como en el de las entidades civiles. Más allá del ideal de unidad, estaba la vitalidad de proyectos y estrategias propias de una sociedad dinámica y plural. Si convergentes y republicanos competían por liderar el movimiento desde la derecha nacionalista y la izquierda liberal –con la CUP presionando en el extremo–, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural jugaban al mismo toma y daca en el terreno civil. De hecho, de entrada, la irrupción del ANC cogió a Òmnium a contrapié.
En uno y otro campo, hubo momentos de cierta comunión estratégica, pero los recelos y afanes de protagonismo siempre existieron. Se llegó a acuerdos puntuales más o menos forzados, con Junts pel Sí como máximo logro y el referéndum del 1 de octubre de 2017 como culminación. A partir de ahí, al desatarse la represión, comenzó el descenso a los infiernos, momento en el que afloraron de forma descarnada las diferencias soterradas. La triste historia posterior, hasta llegar al fracaso de las últimas elecciones, ya la sabemos. El independentismo se ha ido agregando, peleando y empequeñeciendo, ha ido perdiendo centralidad y amabilidad. El buen rollo ecuménico –el castellano de Súmate, la inmigración, la pluralidad ideológica..., todo estaba bien acogido– de la revolución de las sonrisas queda hoy como un nostálgico recuerdo lejano. Alianza ha desatado a todos los demonios.
¿Qué ha pasado con la doble competencia de partidos y entidades? Pues una paradoja. Mientras que en el campo de los partidos ha tomado la delantera la opción más confrontadora y (verbalmente) irredenta –la de Junts, aunque al final ha tomado el camino del diálogo y la negociación desbrozado por ERC–, en el de la sociedad civil ha pasado exactamente lo contrario: el maximalismo in crescendo de la ANC le ha ido haciendo perder la centralidad social y el liderazgo moral que había tenido, lo que ha provocado que por el camino se haya quedado sin el grueso de la amplia base social que había aglutinado, con las Diades como grande momento anual durante una década. Las pugnas internas han sido un lastre que han acabado dañando a la criatura.
En cambio, Òmnium, que al inicio del Proceso se vio superado por el empuje de la Asamblea, pronto sentó las bases de un crecimiento exponencial que en la travesía del desierto de los últimos años, ya pesar de la repentina muerte de Muriel Casals y el siguiente cambio de liderazgo –el adiós de Jordi Cuixart y la entrada de Xavier Antich–, le ha permitido mantener un discurso propio conciliador dentro del independentismo y, al mismo tiempo, un calculado punto de indefinición realista –este viernes mismo Antich invocaba al ARA el "principio de realidad" para transformar la realidad– en las propuestas estratégicas más políticas. Òmnium se ha mantenido cohesionado, sin fuegos artificiales ni grandes proclamas, buscando preservar esa máxima transversalidad social que había ilusionado el movimiento en los primeros tiempos.
El ANC, campo de batalla de las distintas almas del independentismo político, no lo tendrá fácil para reponerse. Ha quedado manchada por las pugnas internas y por el desencanto general. Òmnium viene mucho antes del Proceso, del antifranquismo, y se proyecta adelante más allá de la coyuntura política: su dimensión cultural y lingüística le da solidez. Para Òmnium, la independencia ha sido siempre más un método –para ir hacia una plenitud cultural y social– que un fin en sí mismo. Para el ANC, en cambio, cada vez ha sido más al revés: la independencia como inicio y fin de todo.
Es lo que ocurre también con los partidos: cuando tienen un único vector, es más fácil que sucumban a las sacudidas. No hay más que ver qué le pasó a un Cs nacido y crecido obsesivamente en contra del catalanismo. ERC ha sufrido ahora un descalabro y no tiene claro el liderazgo, pero su trayectoria histórica y su ideario le facilitan la supervivencia. Mientras que Junts tiene un liderazgo fuerte, pero necesita definirse ideológicamente para que tenga sentido más allá del objetivo independentista que hasta ahora ha monopolizado su discurso.