La reciente decisión del gabinete de seguridad israelí de ocupar formalmente la Ciudad de Gaza marca un nuevo capítulo del genocidio contra el pueblo palestino. No es un giro improvisado, sino la formalización de un plan trazado desde el inicio: destruir, matar de hambre, ocupar, desarmar y, finalmente, expulsar a la población para hacer realidad el proyecto de la llamada ‘Gran Israel’. En 1948, la justificación fue también una guerra; el objetivo real, la Nakba: un plan de limpieza étnica para garantizar la mayoría y supremacía judía en el nuevo Estado de Israel.
Tras 22 meses de bombardeos y asedio, el objetivo inmediato de la ocupación es ‘limpiar’ el escenario del crimen. Antes de que entren convoyes de ayuda y periodistas extranjeros, Israel busca borrar pruebas de crímenes de guerra: fosas comunes excavadas con bulldozers, cuerpos de víctimas de tortura ocultados, escenas de ejecución eliminadas, armas falsas colocadas en hospitales para justificar ataques. No es una novedad: desde 1948, la demolición de pueblos palestinos, la construcción sobre sus ruinas y la manipulación de archivos han servido para negar expulsiones y masacres.
Controlar el territorio es también controlar la narrativa. Israel veta el acceso libre a la prensa internacional y solo ha permitido la entrada de algunos investigadores bajo escolta militar, con materiales sujetos a censura previa y prohibición de hablar con palestinos. La documentación más incómoda –el hambre masivo, la destrucción total de barrios, las matanzas– depende así de periodistas palestinos que trabajan sabiendo que pueden ser los siguientes en la lista. Al menos 242 han sido asesinados desde octubre de 2023; entre ellos, Anas al-Sharif, uno de los rostros más reconocidos de Al Jazeera en Gaza, abatido junto a cuatro compañeros frente a un hospital. Su muerte fue precedida de acusaciones infundadas de pertenecer a Hamás, que organizaciones de prensa denunciaron como una amenaza velada de ejecución.
La represión contra la prensa es parte inseparable de la ocupación: impedir que el mundo vea Gaza como es y garantizar que el relato final lo escriban los perpetradores. Quien se niegue a abandonar su hogar podrá ser etiquetado como ‘militante’ para justificar su asesinato; quienes sobrevivan, confinados en el sur, aparecerán como migrantes voluntarios. En pocas décadas, la propaganda podrá presentar esta limpieza étnica como un capítulo cerrado, igual que hoy se ocultan las huellas de la Nakba.
Frente a este plan, la reacción internacional sigue atrapada en condenas retóricas y gestos simbólicos. Algunos gobiernos han limitado exportaciones militares, pero demasiado tarde y sin romper su complicidad estructural. Otros anuncian el reconocimiento del Estado de Palestina sin dejar claro en qué eso va a llevar al fin de la barbarie en Gaza o la propia Cisjordania. La ocupación de la Ciudad de Gaza no es solo una maniobra militar: es un intento de cerrar el genocidio sobre sus propios términos, enterrando la verdad junto a las víctimas.
Creer a quienes lo han denunciado desde el primer día, y actuar para impedir que la memoria de Gaza sea borrada, es una obligación política y moral. Porque lo que está en juego no es solo la vida palestina hoy, sino la posibilidad misma de que el mundo conozca, mañana, lo que realmente ocurrió.