Un gran paso para la humanidad

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Djokovic, durante un partido del torneo de Roland Garros del año 2021.

1. Gritar. Siempre ha habido comportamientos histriónicos, pero hay épocas en las que los que los practican quedan como personajes extravagantes que dan color al paisaje y épocas en las que la estridencia es la manera de estar en el mundo de gente que quiere exhibir poder y fuerza. Y a menudo acaban mal. Ahora mismo estamos en fase de propagación acelerada de estos tipos de comportamientos. Y, de hecho, una gran parte de las derechas políticas han entrado en una desazón en el arte de gritar y no razonar que hace que cada vez vistan más extremadas. Y que no ayuda al prestigio de la política. En esta escalada, a la izquierda, liberada de viejos fantasmas, le cuesta hacerse notar. E incluso algunos grupos provenientes de los márgenes del sistema, una vez llegados al poder han bajado significativamente el tono. En España, el griterío, al ritmo del conflicto catalán, se ha hecho patriótico, ha evolucionado hacia una confrontación de máscaras totémicas que suma negaciones de la realidad.

Quizás es el ruido acumulado en su país desde la irrupción de Trump el que le hace decir a Noam Chomsky que tenemos que saber “hacer lo que podemos, no buscar lo que no podemos”. Es decir, que “tenemos que intentar construir el mundo que nos gustaría, pero afrontándolo tal como es”. De momento, los demócratas americanos no encuentran el tono y las izquierdas europeas se diluyen en el desconcierto. ¿La ciudadanía les reconocerá el mérito de evitar caer en la provocación? Aun así, la coyuntura social, con la pandemia y su errática gestión sobrevolándola, dos años después, como una nube espesa sobre la cabeza de una ciudadanía que sufre por miedo a hacer la vida que querría, será un examen exigente para todos sobre el cual todavía es prematuro hacer pronósticos. ¿A la salida habrá ganado el griterío o volverá la palabra?

2. Johnson. Si bien Trump es el icono que ha llevado al límite la lógica de la destemplanza como vía para camuflar los intereses de algunos y mantener a la gente entretenida, estos días en el escenario público, dominado por el decorado de la pandemia, dos figuras histriónicas se han llevado el protagonismo. Boris Johnson, un primer ministro que lleva el descontrol incorporado, pide perdón una y otra vez por haber convertido el 10 de Downing Street en un sala de ocio nocturno. Parecía que su experiencia de pasar por un covid grave lo hubiera templado. Pero a Johnson parece que el cuerpo siempre le pide guerra. Puestas las cartas sobre la mesa del Parlamento, lo que es escandaloso –y no habla bien de la democracia británica– es que no haya dimitido. Es más, que su partido no lo haya hecho dimitir. Las derechas atrapadas en el ruido no parecen decididas a salir de él. ¿Y la gente? ¿Le pasará factura? ¿O es que el ruido ya se ha hecho estructural y puede arrastrar la democracia a cualquier lugar, como ya amenaza con pasar en los Estados Unidos?

3. Djokovic. Siguiendo de lo anterior, el impacto Djokovic. El ejercicio de prepotencia del que se cree que todo se lo puede permitir por ser portador de un esfuerzo que lo ha llevado a la cumbre de su oficio y le da derecho a todo. El mal que hace la ideología de la meritocracia. Pero le ha pasado aquello que creía imposible: le ha salido mal y ahora se encuentra con un túnel que le obligará a bajar la cabeza si quiere seguir ganando. Djokovic quizás descubrirá que hay límites que son para todos y que puedes hacer lo que te dé la gana pero tienes que asumir las consecuencias. Aun así, en esta historia, los que representan lo más siniestro son sus padres comparándolo con Jesucristo y haciendo de él un mártir, envolviéndose con el nacionalismo serbio, reconocidamente supremacista, como se demostró en el conflicto yugoslavo y los episodios de limpieza étnica. A ver si los padres aprendemos que los hijos no son propiedad nuestra y que no están para sublimar nuestras frustraciones. Sería un gran paso para la humanidad.

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