Grandes tecnológicas y fiscalidad: la danza equivocada

Los gigantes del sector como Amazon captan una gran parte del comercio electrónico.
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Las dinámicas de la economía digital, caracterizadas por la provisión de servicios deslocalizadamente, plantean retos importantes más allá de la presencia física de la empresa en cuestión en un territorio determinado. Su ubicuidad deshace fronteras, también en términos de fiscalidad. Esto ha reavivado los debates internacionales alrededor de esta cuestión con el punto de mira en las grandes tecnológicas.  

Hace pocos días los países del G-7 acordaban un impuesto mínimo global del 15%. Un adelanto diplomático, pero insuficiente. Para que nos hagamos una idea, en el país con el impuesto sobre sociedades más bajo de toda la UE, Irlanda, esta tasa es el 12,5% actualmente. Justo en esta isla es donde Amazon, Google, Facebook y Netflix, entre otros, tienen su sede continental. La mayoría de países de la UE situarían el mínimo en el 25%. De acuerdo con el EU Tax Observatory, estrenado en junio, este impuesto supondría aumentar la recaudación en 170.000 millones de euros, el equivalente al 50% recaudado en impuesto sobre sociedades en 2020 a la UE o al 12% del gasto en salud también en la UE. 

Una de las primeras trabas es que mientras los acuerdos sean de mínimos y cada país tenga discrecionalidad, la lucha contra la elusión fiscal es como jugar al gato y el ratón. No olvidamos que este acuerdo se ha hecho de momento entre 7 países. Hay que esperar a la próxima reunión del G-20 para ver la acogida y si se suman países clave como China o India. 

Uno de los puntos calientes es el solapamiento entre este impuesto mínimo global y las tasas que gravan actualmente los servicios digitales en varios países. De hecho, en la reunión del G-7 Estados Unidos pedía a Francia que abandonara esta segunda tasa, para evitar una doble imposición. En el estado español se conoce como la Tasa Google y desde 2020 a afecta los servicios de publicidad en línea, la intermediación (redes sociales, servicios de mensajería y otras plataformas) y la transmisión de datos de usuarios.

Dicho esto, ¿cómo se puede identificar dónde están operando las grandes firmas de servicios digitales? El BOE del miércoles 9 de junio recoge una medida polémica que apunta al rastreo de usuarios. Es decir: para que Hacienda pueda cobrar la Tasa Google, las empresas están obligadas a geolocalizar los dispositivos y verificar así el número de clientes que usan sus servicios en territorio español. La paradoja es que para atar en corto a las grandes tecnológicas y gravar lo que corresponde, a quien se acaba señalando es a los consumidores. 

Esta absurdidad pone también de manifiesto que incluso si se llegara a un acuerdo para que el impuesto mínimo global fuera del 25%, no mejorarían las condiciones en las que estas empresas hacen negocio. Si tienen que pagar más, para mantener beneficios tendrán que incrementar ingresos. He aquí la perversión de una fiscalidad más dura, que intensifica unos modelos de negocio que, ya de por si, están basados en el seguimiento y la vigilancia. Resulta kafkiano que, en definitiva, leer el diario en versión digital se vuelva un acto de localización múltiple por motivos fiscales.  

Esto no quiere decir que Hacienda acabe sabiendo qué día leíste un artículo desde el móvil, ni si lo has hecho en casa o en el café de la esquina, pero implica que las soluciones que tenemos para abordar la fiscalidad siguen teniendo una lógica territorial que se limita al concepto de soberanía dentro de las fronteras. Por lo tanto, ante la dificultad de rastrear la empresa proveedora digital, que es quien tiene la obligación tributaria en este caso, se opta por monitorizar la ubicación del dispositivo que, de forma inevitable, señala a quien lo está usando. En versión analógica, sería como hacer recuento de los comensales que entran en un restaurante para calcular el tributo correspondiente.

Por lo tanto, el debate sobre el importe mínimo es necesario y puede ser un buen inicio. Podemos ser optimistas pero de aquí a impedir la elusión fiscal, hay un buen trecho. Además, en el caso de las empresas que proveen servicios digitales, a esto se le añade el reto de vincular negocio y territorio, que nos lleva a los contrasentidos mencionados.  

Tendríamos que imaginar otras fórmulas, soluciones que se ajusten mejor a la lógica ubicua de la tónica digital y que lo hagan sin añadir presión a derechos y libertades individuales. Algunas voces críticas en materia fiscal como Oxfam o la Tax Justice Network apuntan a que el objetivo tendría que ser la redistribución de estos beneficios también en perspectiva global. Y sin necesidad de validar ni todavía menos exigir la monitorización intensiva de los ciudadanos que los consumen. De momento, sin embargo, corporaciones y fiscalidad están bailando la danza equivocada.

Liliana Arroyo Moliner es doctora en sociología, experta en transformación digital e impacto social, Esade

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