Entro en la peluquería y pido, a las amigas, un ninguna y uno facial. Así lo llamamos formales, de entrada, pero pronto, cuando ya llevo la bata puesta, hablamos de bigotes, de “cejas de Macario” y de “cabello de Patrick Hernandez” (somos hijas de los ochenta). “Ties, es que quizás hoy, por lo que sé, que no es seguro, habrá una actividad...”
Una actividad, entre nosotros, en la jerga de nuestra isla desierta, puede ser una cita, un trabajo, una charla, la presentación de un libro (mio) o la graduación de una hija. Quiere decir que el activista debe ir “presentable”. Sin luto en las uñas (por el plantar), sin pelos en las cejas. El divertido secreto de la laca que esconda las raíces (no hechas) o un sujetador nuevo, sin dar, que compraremos en la tienda barata.
Explico el acto donde voy, y dónde podría pasar lo que podría pasar, pero claro que quizá no ocurra. Se ponen en el trabajo. Fuera pelos, bata hacia aquí, alegría, susurro, lavacabezas hacia allá. ¿Quieres wifi? ¿Un café? Nos igualamos todas, las de todos los oficios: la del cabello, la de los pelos, la de la caja, la del lavacabezas, la de los libros. Ahora somos una tribu que prepara la boda de una de ellas –hoy para ti, mañana para mí–. Rodéela, arrodillémosla, peinémosla. “Tienes que venir por la tarde, te pondré colorete, así no puedes ir, así no, de ninguna manera, te harán fotos y con el pelo que te hemos dejado, tan bien...”
Me voy a la guerra y en la caja, todas, con las batas de uniforme, me dicen adiós y me recuerdan que por la tarde puedo volver, si quiero “coloret”. Puestas en batería me llaman adiós. "Estás muy guapa!", me dice una de ellas. Le doy un beso. Quizás esta frase, hoy, no me la dirá nadie de mi “círculo” íntimo, nadie de casa, sólo ella. Rico, agradecida, como si me diera de menos.