¿De qué hablamos, de verdad, los catalanes?

Una cafetería del centro de Barcelona con los carteles en español, en una imagen de archivo.
10/09/2025
Doctor en ciencias económicas, profesor de sociología y periodista
3 min

Con el mismo titular, ¿De qué hablan de verdad los franceses, a principios de este año la revista Marianne publicó un dossier. El supuesto era que existe una gran distancia entre los hechos de los que informan los periódicos y los hechos de los que se habla en la barra del bar. El semanario comparó a los titulares en primera página de seis grandes diarios del país con las conversaciones escuchadas discretamente por trece periodistas situados en trece bares de las trece regiones metropolitanas francesas. Sin ninguna pretensión científica, pero siguiendo lo de Honoré de Balzac que la barra de un café es el Parlamento del pueblo.

La idea es buena porque pone de manifiesto lo que intuitivamente ya sabemos: hay una notable discrepancia entre lo que hablamos, también los catalanes, y lo que se considera informativamente relevante y de lo que habla la política. Y es a esa distancia que también se construye la desconfianza entre el ciudadano privado y el mundo público. En una encuesta de Gallup de julio en Estados Unidos –lamentablemente, el Barómetro del CEO no pregunta por la confianza en los medios de comunicación–, entre las cinco instituciones en las que menos confían, además del Congreso, el sistema de justicia criminal y las grandes empresas, se encuentran la prensa y los noticiarios televisivos, con un 17% y un 11%, respectivamente, de norte-.

Antes de analizar las razones de esta distancia, sin embargo, hay que hacer un par de consideraciones. La primera, que lo que decimos en nuestras conversaciones abiertas tampoco refleja exactamente lo que pensamos. Ni todos decimos lo mismo, claro. Todas las conversaciones están condicionadas por el espacio en el que se producen. No es lo mismo hablar abiertamente en una cafetería que hacerlo en una cena en casa entre amigos de confianza, por ejemplo. Además, hablar es también hacer. De modo que cuando hablamos, más que pensar, solemos buscar la complicidad con el interlocutor, a veces hasta el punto de decir lo contrario de lo que pensamos para evitar una discusión o para quedar bien. Y la segunda consideración es para poner de manifiesto que también hay distancia –poca o mucha– entre lo que verdaderamente hablamos y opinamos y lo que realmente nos interesa y que explica nuestras decisiones.

Sin embargo, y volviendo a la distancia observada entre los temas de nuestras conversaciones y lo que priorizan los medios de comunicación, el caso francés no debe ser muy diferente al nuestro, con algunas particularidades que habría que estudiar. Por ejemplo, en las barras de los bares franceses se habla sobre todo del coste de la vida, de salud y, en tercer lugar, de la inseguridad. En cambio, la prensa habla sobre todo de información internacional –siete veces más que en los bares– o de política –el doble que en los bares–, mientras que de la salud habla casi tres veces menos, y del coste de la vida cuatro veces menos.

¿Cuáles son las causas de esta discrepancia? En primer lugar, que las conversaciones están más relacionadas con el espacio privado que con el público, que es el de la prensa y la política. En segundo lugar, que cada vez más la información es propaganda: la simple transmisión de lo que los gabinetes de comunicación facilitan a los medios con intenciones estratégicas. Y esto vale tanto para la información cultural –ligada a las promociones de espectáculos– como para la información política –servida y masticada oportunamente por los propios despachos gubernamentales– o por éstos estudios supuestamente científicos, de instituciones con una agenda ideológica precisa o al servicio de intereses económicos encubiertos. Y entre más, está claro, el hecho de que nuestras conversaciones cotidianas están interferidas por unas redes sociales guiadas por algoritmos pensados ​​para darnos la razón ya las que el anonimato confiere una falsa autenticidad.

De todo esto se desprenden tres grandes consecuencias. Uno, que los medios de comunicación formales ya no establecen la agenda de lo que es o no es relevante. Dos, que si los entornos personales ya suelen engañar cuando se toman como expresión de toda la realidad, también los entornos periodísticos, y más aún los políticos, suelen vivir en una burbuja de irrealidad, distante de la que se vive en la calle. Seguro que hay realidades sobredimensionadas en los medios y en la política que tienen la voluntad de "reeducar" o de "hacer tomar conciencia" al ciudadano, pero creo que a menudo son sesgos simplemente producidos por desconexión entre unos y otros.

Y tercera gran y grave consecuencia: la confianza social se va erosionando. Y esto impacta en la credibilidad de los medios de comunicación y de la política, pero también en todo tipo de proyectos y organizaciones tanto económicos como sociales, lo que les hace muy difícil avanzar en ningún nuevo proyecto. La desconfianza indiscriminada mata a la vida social.

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