Desde tiempos remotos hasta el día de hoy han aparecido ingenios productivos, ya sean biológicos –domesticación de animales–, materiales –las selfactinas– o digitales –la IA–, que han sustituido al trabajo humano. En la medida en que los ingresos de las personas dependen del trabajo, es lógico que estos cambios tecnológicos provoquen ansiedad y sufrimiento. También vemos en la historia que de forma continua se van mecanizando actividades y al mismo tiempo aparecen otras que generan nuevos puestos de trabajo. La previsión más razonable es que esto seguirá siendo así. Pero los interrogantes están ahí, y hoy son muchos los pensadores que han puesto sobre la mesa la posibilidad de que la necesidad de trabajo vaya disminuyendo sin un límite claro.
Un mundo en el que no se tuviera que trabajar para producir no debería ser un mal mundo. En principio, abre unas posibilidades fantásticas. Keynes, en 1930, a un año del inicio de la Gran Depresión, predijo que hacia los tiempos en los que ahora estamos la semana laboral habría bajado a 15 horas, y ponía énfasis en todo el enriquecimiento cultural que permitiría la disponibilidad de tanto tiempo libre. No estamos todavía en ese mundo, pero pienso que, en su caso, no sería sensato tratar de retrasar su llegada. La idea de dirigir el cambio tecnológico de forma que suavice el impacto sobre el empleo la están estudiando economistas de nota, como Daron Acemoglu, del MIT. Me confieso escéptico por dos razones. Una es la extrema dificultad de controlar el río del cambio tecnológico en la economía mundial en que vivimos. Las empresas compiten y la que no innova con las técnicas más potentes a su alcance se arriesga mucho a que lo haga su rival comercial, tal vez una empresa china. La otra razón va más a fondo: el progreso técnico permite incrementar la dimensión potencial del pastel económico anual. En mi opinión, la buena política, y más factible, consiste en hacer efectivo este potencial y a la vez actuar con acciones fiscales y de regulación para minimizar los costes de la transición sobre las personas.
Sin embargo, soy de la opinión de que la perspectiva de la desaparición del trabajo no se materializará. Traté este tema en 2018 en un artículo en elEuropean Review. Allí argumenté que incluso en un mundo de máxima robotización habría trabajos importantes que deberían cubrirse con humanos (“tareas humanas”). Señalaba dos tipos:
1. Las propias de los trabajadores creativos en la frontera del conocimiento. Con una metáfora: el conocimiento es una esfera en expansión. Su superficie, la frontera, es el conocimiento nuevo y su expansión requiere de humanos. Su interior es el conocimiento más consolidado, más tratable por todo tipo de robots. Sin metáfora: las innovaciones rompedoras, grandes o pequeñas, piden mucha iniciativa humana. La IA sola no habría llegado ni a la teoría general de la relatividad ni a la fórmula de la Coca-Cola. Además, cuanto más sabemos, mayores oportunidades de avances no rutinarios: el progreso científico y tecnológico no es lineal, es más árbol que junco.
2. Las que llamaré esencialmente humanas, en el sentido de que las debe llevar a cabo un humano por definición del propio trabajo. Dos ejemplos:
–El trabajo de un futbolista, una cantante o un actor de teatro sólo puede realizarlo un futbolista, una cantante o un actor de teatro. Un partido de fútbol o un ballet en el que los actores son robots puede ser muy interesante, pero es previsible que la afición de los humanos a contemplar cómo otros humanos chutan balones, bailan o tocan el piano se mantendrá.
–El trabajo de acompañamiento y/o cuidado. El de ancianos o de niños serían instancias específicas y ya muy habituales. Los aparatos y los robots jugarán un papel, pero un mundo donde los niños y las personas mayores fueran cuidados sólo por máquinas sería un horror. Somos animales sociales, no queremos la soledad. Para valorar lo importantes que pueden llegar a ser estos trabajos como fuente de empleo y de empleo de calidad, piensen, por un lado, que una hora de acompañamiento o cuidado sólo se puede proveer con una hora de acompañamiento o cuidado, no hay margen para aumentar la productividad más allá de compartir, y por tanto diluir, la hora. Y, por otra parte, que no sería acertado considerar que éstos son trabajos que por su naturaleza son poco cualificados. De hecho, cuidar o acompañar por la vía del contacto humano es superior a lo que pueda proveer una máquina sólo si la confianza y la seguridad que proporciona el humano no es inferior a las de la máquina. Y esto será tanto o más probable cuanto más preparado esté el humano.