El mundo no espera ni a Kamala Harris ni a Donald Trump. Hay una transición global en marcha que se está construyendo sobre unos Estados Unidos en retirada. Pero este nuevo orden internacional en plena transformación no será igual si gana Trump o gana Harris. De entrada, cambiaría la retórica, el nivel de imprevisibilidad y el miedo que despiertan en sus aliados tradicionales, que ya probaron el desprecio del líder de los Republicanos durante su primer mandato.
Siempre se ha dicho que la política exterior no decide unas elecciones estadounidenses, y menos aún cuando nos encontramos en un momento en que el liderazgo global de Estados Unidos está en declive. Con Oriente Próximo en llamas, ninguno de los dos candidatos a la Casa Blanca se plantea cuestionar un apoyo político y militar a Israel que es un elemento definitorio, transversal e incondicional de la política exterior de Estados Unidos. Además, tanto Harris como Trump coinciden en señalar a China como el enemigo principal que les desafía a nivel económico, tecnológico y geopolítico. Trump ya lanzó una guerra comercial contra China durante su mandato y ahora anuncia que aumentará la confrontación tecnológica e industrial con Beijing. La administración Biden, por su parte, ha mantenido la estrategia proteccionista de su predecesor, y Harris acusa a China y su capacidad de influencia de ser "la principal amenaza a la seguridad nacional".
Pero Trump y Harris no son lo mismo. En un mundo cada vez más inseguro, el retorno del republicano a la Casa Blanca agravaría las incertidumbres globales, con políticas comerciales punitivas y disrupciones estructurales que debilitarían aún más la gobernanza global, desde la Organización Mundial del Comercio hasta los acuerdos contra el cambio climático. Serían unos Estados Unidos menos dispuestos a garantizar la seguridad de sus aliados. Por eso en la Unión Europea y en la OTAN ya empiezan a pensar en planes de contención o en posibles escenarios. Por un lado, la campaña de Trump ha vuelto a la carga con la presión sobre los europeos para que aumenten su gasto militar. Por otro lado, Washington y Bruselas han acelerado la concesión de 50.000 millones de dólares en préstamos a Ucrania, financiados también con ganancias procedentes de activos rusos congelados, con el objetivo de que se pueda hacer efectivo antes de la toma de posesión del nuevo inquilino del Despacho Oval. Pero todo ello implica una mayor presión financiera para unas economías europeas demasiado estancadas.
La UE mira con recelo hacia el otro lado del Atlántico, sobre todo, porque tiene miedo a su propia realidad. Desde muchas capitales europeas se teme que una segunda presidencia de Donald Trump acelere la fractura de unas alianzas cada vez más debilitadas, no sólo a nivel transatlántico sino también intraeuropeo. Más de dos años y medio después de la invasión rusa a gran escala de Ucrania, la fatiga de la guerra se va consolidando poco a poco entre buena parte de la opinión pública comunitaria. Con gobiernos políticamente precarios en París, Berlín o Madrid, se hace difícil imaginar a una Unión Europea obligada a reforzar su autonomía estratégica desde posiciones completamente defensivas y con Estados Unidos alimentando el ego de algunas autocracias cercanas.
Además, también existe una Europa que espera a Trump con los brazos abiertos. El candidato republicano –como ya ocurrió en el 2016 con su llegada a la Casa Blanca– refuerza la agenda de la extrema derecha global. Existe una agenda ultraconservadora que atraviesa el continente americano de norte a sur y conecta directamente con las fuerzas de extrema derecha que cada vez tienen mayor capacidad de influencia sobre la Unión Europea.
“Gane quien gane, Europa tendrá que enfrentarse al cambio de lógica que tiene lugar en Estados Unidos”, advertía hace tiempo el politólogo Cas Mudde en una entrevista en el Cidob. "La diferencia –advertía este experto en populismos– es que si Trump vuelve al poder en noviembre el cambio será abrupto y la UE se encontrará sola" en cuestión de muy poco tiempo. Y este es un Donald Trump que parece haberse despejado de las mínimas voces discordantes que le reclamaron cierta contención durante su primer mandato.
El cambio de orden global no espera ni a Harris ni a Trump. Pero esta Europa defensiva, obligada a reubicarse geopolíticamente, necesita saber si también deberá defenderse de la imprevisibilidad que gobierne al otro lado del Atlántico.