La hipótesis de la guerra

El cañón de un tanque en una imagen de archivo.
11/03/2025
Escriptor i professor a la Universitat Ramon Llull
3 min

Imaginemos a alguien que, en medio de un incendio, encarga por correo un extintor para poder apagar las llamas. Esta imagen grotesca sugiere la forma en que Europa ha decidido de repente resolver sus problemas de seguridad, que son cualquier cosa menos imaginarios. El giro de guión propiciado por los trompicones de Donald Trump en política internacional ha agravado la situación, pero no la ha creado. Al menos desde 2014, las intenciones de recomponer la URSS y sus viejas áreas de influencia eran más que evidentes, y no sólo por la ocupación de Crimea. Putin ha afirmado y repetido que la peor catástrofe del siglo XX fue la descomposición de la Unión Soviética. Quien no haya querido enterarse en Bruselas es porque es un ingenuo o un completo irresponsable. La debilidad de Europa en Trump ya le va bien, porque él nunca negocia ni dialoga: simplemente regatea jugando siempre con ventaja (y si no es así, no juega). Es lo que ha hecho hasta ahora.

¿Europa se rearmará por no depender como hasta ahora de Estados Unidos que ha dejado de ser su aliado? Estoy convencido de que esto no va a ocurrir realmente, y no por una cuestión relacionada con los presupuestos militares. No se rearmará porque el tema no va de tanques y drones, sino de realismo político o de angelismo ideológico, y ahora mismo las correlaciones de fuerzas y los liderazgos son los que son. Seguramente es una casualidad que los partidos políticos y las organizaciones no gubernamentales que han expresado con mayor claridad y determinación su oposición al rearme sean al mismo tiempo, sin ninguna excepción significativa, prorrusos. Algunas de estas fuerzas son relevantes en sus respectivos países. La guerra es percibida por muchos europeos como una abstracción lejana y borrosa, no como verdadera posibilidad. En consecuencia, los miles de millones de euros que quieran ponerse sobre la mesa para hacer ver que algo meneo colisionarán sin remedio con un mainstream que va por otra parte.

Me gustaría recuperar un libro de un filósofo estadounidense poco conocido, Jesse Glenn Gray (1913-1977). Se llamaba The Warriors (1959) y llevaba como subtítulo Reflexiones del hombre en la batalla. Hannah Arendt le consideraba un texto fundamental. Glenn Gray fue llamado a filas exactamente el mismo día que obtuvo su doctorado en filosofía; la anécdota no es nada banal. Comparar a Hobbes con Rousseau en un aula universitaria, o analizar las tesis de Kant sobre la paz perpetua, tiene poco o nada que ver con contrastar –experimentar, vivir– esas mismas ideas en una trinchera donde llega el olor a cadáveres. Por eso la mirada de Gray tiene un gran interés. No es un filósofo que teorice sobre la guerra ni un simple soldado: es ambas cosas a la vez. El interés aumenta cuando constatamos que a finales de la década de los cincuenta todavía no existía la corrección política, es decir, el prejuicio a decir las cosas por su nombre. Tampoco estaba de moda el angelismo, que consiste en ignorar ciertas pulsiones del ser humano documentadas desde el Paleolítico hasta nuestros días. Gray muestra su asco absoluto por la violencia, pero no comete la ingenuidad de negar su existencia. "A veces –afirma– se necesita una mirada penetrante para darse cuenta de la violencia subyacente a la vida diaria de las sociedades occidentales, y lo hábiles que son los poderes públicos para mantener el más obvio fuera de la vista". Esta enigmática expresión –"lo más obvio"– alude a hechos que todos hemos contemplado pero que a menudo nos negamos a situar en el contexto de lo que es más que probable: desde una bronca en un parvulario –inocente para un adulto, pero vivida como algo muy violento por un niño– hasta un enfrentamiento bélico.

Por lo general, Gray no cae en la vieja trampa de decretar si estos hechos responden a una pulsión innata o adquirida. Esto es imposible de comprobar sin apelar a truculencias epistemológicas, por lo general relacionadas con el viejo arte de elevar las excepciones etnográficas a la categoría de regla antropológica, como la de aquellas tribus inciertas cuyo comportamiento recuerda el amor fraternal que se profesan los Teletubbies, etc. Parece más honrado limitarse a constatar, como hace Gray, la existencia de un sustrato de violencia que nada ni nadie han logrado erradicar nunca. Pero sí mantenerlo a raya, bajo control: he aquí el matiz que lo cambia todo sin que esto sea la solución mágica de nada. Antes de asumir la insuficiencia de los dispositivos europeos de seguridad habría que reflexionar sobre las ideas de fondo que nos han llevado a la situación actual.

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