1. Interpretar. Desde la muerte del papa Francisco, el Vaticano ha estado permanentemente en las portadas de los medios de comunicación, con un despliegue constante de artículos de opinión y con una tan notable ausencia de mirada crítica que parece que ya se ha naturalizado totalmente lo que a luz de la racionalidad crítica moderna deberían ser las zonas oscuras de la Iglesia católica. El supremacismo macho, esto es, la exclusión de las mujeres tanto del poder real como del sacramental. La lógica aristocrática: los cardenales, un número ínfimo de personas, elegidas a dedo por los papas anteriores, asumiendo la representación de cientos de millones de ciudadanos para elegir a su líder, sin que los católicos tengan nada que decir. Y en consecuencia, el secretismo, preludio de la impunidad, como principio y valor que marca el ritual del cónclave: el cierre de los cardenales en la Capilla Sixtina, con el humo de la chimenea como único instrumento de comunicación con el exterior, como si fuera garantía para sentir a Dios a la hora de tomar la decisión.
Nada de eso sorprende a estas alturas de la historia. La Iglesia sigue a su aire, más allá de las mutaciones en materia de libertades y reconocimiento de las sociedades contemporáneas. Y el espíritu crítico, propio de las sociedades libres, es irrelevante en quienes se autoproclaman portadores de la palabra de Dios. Las portadas de la prensa occidental han estado repletas de noticias vaticanas todos los días, convirtiendo la plaza del Vaticano en espectáculo permanente. Cuesta mucho entender que en sociedades cada vez más laicizadas no se sea más exigente con una organización tan importante que sigue resistiéndose a dar poder a las mujeres. Y que ni siquiera se plantea emitir señales de cambio de esa regresiva dinámica. Y que hace del secreto, es decir, de la elusión de responsabilidades, su principal valor.
A pesar de que en muchos países –Catalunya entre ellos– la práctica religiosa ha caído muy abajo, es evidente que la Iglesia católica sigue teniendo poder en el mundo, reforzada por una unidad que la hace grande frente a la multiplicidad de las religiones cristianas, ramas caídas del mismo árbol, llamadas protestantes. Pero tampoco cabe duda de que su actitud justificaría interpelaciones desde el punto de vista de las libertades y, por tanto, de respeto a la autonomía de las personas. La distancia entre la jerarquía y los creyentes es manifiesta. Sin embargo, lo que no puede negarse es que mantiene viva su capacidad de interpretar los momentos. Y parte de la repercusión de estos días viene de ahí.
2. Resistencia. ¿Qué estaba en juego? Optar entre la continuidad de la vía populista abierta por el papa Francisco, vistoso en su expresión discursiva, pero, todo hay que decirlo, de limitados efectos sobre la práctica vaticana, y la reacción de los sectores más intransigentes –más encerrados en sus manías–, que hacía tiempo que expresaban su incomodidad. Encontrar una solución, marca de la casa, que deja a todo el mundo con la palabra en la boca. León XIV no tiene la pulsión populista de su antecesor aunque comparte con él simpatía y, al mismo tiempo, deja en situación incómoda a los sectores más radicalmente conservadores, que a la espera de lo que pueda suceder se tienen que morder la lengua. Todos saben que acabará como casi siempre: la dinámica de la institución garantiza que si cambia algo será para que no cambie casi nada. Y, sin embargo, los medios de comunicación occidentales han picado el anzuelo a mayor gloria del Vaticano.
Interpretando el momento presente, la Iglesia ha buscado un perfil que sin ninguna ruptura gane credibilidad ante la arrogancia trumpista, contra la que algunos sectores cristianos han reaccionado en Estados Unidos. Un papa de ese país, pero lejos de la zona de proximidad del presidente Trump, puede tener efectos compensatorios interesantes, un tira y afloja que habrá que ver si en algún momento hace perder los papeles al narcisista habitante de la Casa Blanca, que este sí desconoce por completo la noción de límites. La Iglesia ha sido fiel a sus opacos mecanismos de poder de larga historia para encontrar la opción adecuada en un momento crítico, cuando muchos esperaban un giro directamente reaccionario. Y la prensa ha hecho un seguidismo sorprendentemente acrítico. Extraña expresión del temor de Dios (o del Vaticano) en un mundo presuntamente escéptico.