La lluvia de este domingo ha acabado de rematar la inapelable realidad: se acabaron las vacaciones y este lunes comienzan las clases. Con todo, seguro que muchos niños aburridos lo estaba esperando. Y qué debo decirles de los padres, deseosos de que vuelva “la normalidad”.
¿Y los maestros? Los maestros son como los entrenadores de fútbol, que todo el mundo opina sobre lo que deben hacer. Estoy seguro de que tienen ideas más útiles que las que caben en la cuadrícula de las sucesivas leyes orgánicas de Educación y en las directrices del departamento (no importa en qué época se lea esta frase, siempre está vigente). Mis ideas son estas: lo más importante que se puede transmitir a un alumno es autoestima, y para conseguirlo es necesario que el alumno haya oído alguna vez la pregunta “Tú, ¿en qué eres bueno?”, o “¿En qué querrías ¿ser bueno?” Por eso hay que hablarles con un lenguaje aspiracional, que tibe hacia arriba con autoridad y una sonrisa, y casi como si fueran un año mayores. Emili Teixidor decía que sólo se enseña cuando todo cuesta un poco, como cuando elegimos un libro: si es demasiado fácil nos aburriremos y si es demasiado difícil, lo dejaremos.
Haber recibido una buena enseñanza consiste en haber aprendido a trabajar, en entender que es necesario ensayar antes de hacerlo bien. Al final de la enseñanza obligatoria bastaría con leer bien en voz alta, escribir frases comprensibles con buena letra, tener habilidad en el cálculo mental, saber situar a los países en un mapa mundi y saber qué ocurrió en 1936. Todo esto no es posible sin liderar la clase y sin ser autoexigentes, empezando por la exigencia a los aspirantes a magisterio. Pero los maestros lo tendrán más difícil por ser aquel maestro capaz de marcar la diferencia en la vida de un alumno, sin el interés de los principales responsables de la educación de los alumnos, que son sus padres. Buen curso.