El infierno en la tierra (no solo en Vivotecnia)

Ensayo biomédico con ratones, en una imagen de archivo.
16/04/2021
3 min

“A los animales con los que experimentamos en los laboratorios les infligimos un sufrimiento que no tiene precedentes en la larga y brutal historia de las torturas humanas”. Son palabras de Michel A. Slusher, un investigador que explica su experiencia en un libro (They all had eyes, 2016) que arranca con un enfático “Soy un monstruo”, y que relata un infierno que ni Dante osó imaginar. En el infierno de la Divina Comedia se castiga a los pecadores con fuego y hielo, mutilaciones, latigazos, enfermedades, desfiguracions, envenenamientos, espadas que reabren heridas. Una lista delirante que no obstante es lo que viven aquí y ahora –desde hace siglos, de hecho– los animales no humanos empleados en experimentación.

En el nombre de la ciencia hacemos, y hemos hecho, de todo a los otros animales. Los envenenamos, los quemamos, los desmembramos, los dejamos ciegos, los dejamos paralíticos, los infectamos con todo tipos de enfermedades, los electrocutamos, les rompemos los huesos, los mutilamos cerebralmente. En el nombre de la seguridad, además, les introducimos en ojos, nariz, boca, estómago y piel todo tipo de sustancias que sabemos que son tóxicas, para ver hasta dónde las resisten. Todo esto lo hacemos en espacios calificados como científicos, vestidos con batas blancas y empleando un lenguaje profiláctico. Por supuesto también lo hacemos vestidos de militares, como cuando probamos el efecto de explosivos y armas con cerdos vivos. Y en medio de esta normalidad, de vez en cuando descubrimos casos de “malas prácticas”, como ha pasado recientemente en Madrid con el laboratorio Vivotecnia, donde, además de todo lo que acabamos de explicar, los animales eran apaleados, escarnecidos, objeto de abusos macabros. Gracias a la respuesta rápida y contundente de mucha gente compasiva, Vivotecnica ha visto su actividad suspendida. Pero el problema no es solo que hay muchas más Vivotecnias por todas partes por clausurar. El problema es que, incluso siguiendo todas las normas y creando nuevas, la experimentación animal es en esencia una tortura dantesca si te pones en el lugar del animal viviseccionado, mutilado, quemado, enfermado, paralizado, descerebrado.

Para soportarlo tenemos que hacer contorsiones mentales. La más difícil es la que tienen que asumir los experimentadores con animales, en los que la compasión y la propensión a los cuidados naturales que sienten, y que motiva su investigación, tiene que convivir con la mente fría e indiferente al sufrimiento que requiere experimentar con animales. Al resto de la población se le pide que crea que esto es el progreso. Que experimentar con animales ha sido imprescindible para la medicina moderna y lo es para la futura. Que los animales de laboratorio no sufren mucho e incluso les beneficia. Que el mal que se causa a unos cuántos millones de animales queda totalmente compensado por el bien que se causa a toda la humanidad.

Así mismo, la contorsión no resiste la realidad. El progreso en la sanidad está muy relacionado también con la higiene y la alimentación. Un gran número de los experimentos que se llevan a cabo con animales no llegan a tener nunca ninguna aplicación (un elevadísimo porcentaje no acaban ni siquiera publicados en artículos). De hecho, muchos experimentos solo proporcionan datos erróneos, motivo por el que todos los medicamentos tienen que ser probados en humanos antes de ser lanzados al mercado, hayan o no hayan sido testados con animales. Esto es así porque por más que nos parezcamos, un ratón, un conejo, un perro o un mono son especies diferentes de la humana. Por supuesto, experimentar implica sufrimiento, desde el psicológico (estrés, pánico, miedo) hasta el físico (que puede llegar a grados muy severos). Y hoy en día un creciente número de experimentos, sobre todo de toxicidad pero también biomédicos, ya se pueden testar sin animales, con métodos alternativos.

El caso del laboratorio de Madrid no es solo un ejemplo de degeneración máxima del comportamiento humano. La realidad de la experimentación animal es en todos los casos una violentación extrema de las vidas de individuos que, por más que nos guste pensar lo contrario, no se sacrifican por nosotros, sino que se les obligamos. Se trata de una práctica arcaica e inmoral que nunca aceptaríamos aplicar al gato o perro con los que convivimos en casa, y mucho menos a otros humanos. Una práctica que cada vez más gente reconoce que se tiene que acabar, incluso la directiva europea que la regula. Se trata, además, de un negocio que desvía esfuerzos y dinero que tendrían que estar destinados a la investigación sobre y con métodos alternativos. Porque el progreso no puede consistir en crear infiernos para nadie.

Núria Almiron, UPF - Centre for Animal Ethics

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