Puntuales a su cita de cada torneo futbolístico de selecciones, la pantalla se nos llena estos días de adultos hechos y de pie cofados con sombreros de cuernos o enseñándonos barrigas trabajadas a base de cerveza y pizza. Es la fiesta de las aficiones de la Eurocopa 2024, en la que once futbolistas representan el orgullo patrio y reúnen a millones de compatriotas alborotados al abrigo de un himno y una bandera.
Pero algunas verdades tenidas por tales han dejado de ser inmutables. Por ejemplo, esa idea que dice que lo que la selección nacional de fútbol une, la política no lo separa. Las sociedades están tan divididas que la fractura ha alcanzado las selecciones. Marcus Thuram y Kylian Mbappé acaban de pedir a los franceses que no voten ultraderecha.
Tampoco está claro que la Eurocopa o el Mundial sigan siendo una muestra de nacionalismo banal, aquél que permitía decir “no se puede mezclar la política y el fútbol, pero antes de jugar el partido tocaremos los himnos” y que los himnos no parecieran un acto de afirmación nacionalista sino tan naturales como el derecho divino. Por el contrario, hoy, tan importante como el resultado final es el himno del principio. El nacionalismo banal está desapareciendo y dando lugar al nacionalismo explícito y desacomplejado (Donald Trump en 2018: "¿Sabéis qué? Soy un nacionalista"), debido a la angustia existencial que provocan fenómenos como la globalización, la emigración, el dominio de la economía por encima de las soberanías nacionales o la cesión de poder en la UE. Y quien tiene selección, al menos existe y tiene una causa homologada para que el locutor y la gente de la calle enloquezca con una bandera en la mano. Pero los nacionalistas son otros.