Inventario del estado anímico

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Una cuerda a punto de romperse.

Estamos al final de mucho y al principio de tanto. El mundo es un gran pescado que se muerde a menudo la cola. El exceso de información es un defecto, y su carencia, un problema. Lo que se acaba en realidad no se acaba, pero se aleja. Lo que viene hace poca ilusión colectiva. Suficiente trabajo tenemos con lo que nos ocupa personalmente. Llegamos a este verano al límite de muchas cosas. Nos lo decimos con la boca pequeña y en los círculos íntimos. El sistema de vida que nos hemos impuesto nos exige una fortaleza que muchos días nos tenemos que inventar para sostenernos. Tenemos que aguantar siempre y todo lo que nos caiga encima, nos lo han dicho a lo largo de los años. Nos lo hemos creído y lo hemos asimilado. Pero pesa. Agota. La fragilidad está en la superficie por mucho que nos neguemos a verla y, sobre todo, a mirarla. Hablamos de los cuidados pero no aprendemos a cuidarnos a nosotros mismos ni a los demás porque aplicarlos pide un cambio de rutinas notorio. Lo haremos mañana y mañana está lleno de excusas y de una agenda insostenible. Por encima de nuestras necesidades reales y sentidas pasan unas cuantas obligaciones ineludibles, muchas de ellas absurdas, y aquellas horas mal vividas que vamos dejando por el camino. No cuenten cuántas se nos han acumulado, que después nos duele el corazón. La pandemia está dejando un rastro preocupante, que ya se veía antes de confinarnos. Los humanos hemos tenido que pararnos para salvarnos y lo que hemos hecho es pararnos para no morirnos. 

Necesitamos atención psicológica por todo. Suena el teléfono que sostiene la angustia de los trabajadores autónomos y que yo ni sabía que existía, los asalariados piden consulta pública y privada por insatisfacciones y presiones diversas, los jóvenes que no logran las notas que se les pide se angustian y quienes las sobrepasan sufren por exceso, el colectivo LGTBI todavía ahora tiene que justificarse y se le exige un armario del que salir porque el resto de la humanidad tiene baúles llenos de temores anticuados e infames, hay personas que quieren estar solas y por tantas razones, demasiadas veces económicas, tienen que vivir acompañadas, hay otros que no soportan el silencio que le llena sus hogares cada vez que cierran la puerta de casa, la ciudadanía independentista tiene que valorar los gestos de los represores y pagar literal y metafóricamente sus culpas de sentimiento lícito, todo el mundo tiene que estar a favor de la mesa de diálogo aunque no tenga patas y esté partida de entrada porque se supone que hablando la gente se entiende aunque a menudo solo la mirada ya nos distancia de los otros, los desahuciados se abocan inevitablemente a la desesperanza, los extranjeros pobres a la desconfianza, y la lista no se acaba. Sería mucho más fácil cambiar la manera en la que hacemos girar la rueda que asistir a tanta necesidad psicológica. Hay demasiada gente que no está bien y tiene todo el sentido que no lo esté. Pero los másteres en economía insisten en el rendimiento y no en el bienestar, y la cuestión es que la rueda gire aunque la exigencia sea máxima e inaguantable. Ansiolíticos y para casa. Si es que tienes ansiolíticos o casa. 

Estamos al límite pero tenemos que llegar allá donde sea. Lograr un récord estúpido de multitareas. Tenemos que saber cocinar y saber elegir un restaurante, tenemos que poder hacer bricolaje, querer hacer deporte, nos tiene que gustar viajar para conocer mundo, estar con gente, divertirnos cuando salimos, saltarnos las normas y cumplirlas. Tenemos que asumir la injusticia como una herencia perpetua y la reincidencia como si cada mañana borraran de tantas cabezas toda la historia. Lo tenemos que hacer todo y el contrario de todo. No hemos acabado de entender, después de un año y medio de pandemia, que sin respirar no tenemos ninguna posibilidad de vivir.

Natza Farré es periodista

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