Salvador Illa, el pasado 26 de agosto durante la primera reunión de Gobierno después de las vacaciones.
01/09/2025
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La forma en que se hacen las cosas, el comportamiento, tiene bastante más significación de lo que a menudo creemos. Al fin y al cabo, las formas conforman también el fondo de las cosas. En la política actual se han impuesto los modos abruptos, groseros y de trazo grueso, lejos del estilo o, al menos, con un estilo brutalista sin concesión alguna a la elegancia, la amabilidad o los matices. Trump es la culminación de una forma despiadada de ejercer el poder. Una opción elegida para hacer entender que, en política, la fuerza o la amenaza de usarla lo es todo. La grosería y el miedo convertidas en virtudes. El Partido Popular y toda la extrema derecha española practican procedimientos similares. Se trata de ser desagradable, de descalificar al contrincante hasta el paroxismo, de eliminar cualquier tipo de humanidad en la consideración de los "otros". Mucho de esto se produjo en Cataluña durante los años álgidos del Proceso. Desapareció cualquier sutileza o bien interés por el diálogo, se negaba la posibilidad de pensar diferente, no se reconocía al adversario. Sólo había enemigos a los que denigrar –ñordos– de la forma más extrema posible. Pero un camino que se agotó en sí mismo. Las elecciones del 2024 mostraron que buena parte de la ciudadanía de Catalunya quería otra cosa, creía en otro camino, así como en otras formas de hacer política.

Este agosto ha hecho un año que Salvador Illa se convirtió en presidente de la Generalitat. Lo consiguió construyendo un alambicado equilibrio político y parlamentario, superando incluso la última performance del independentismo de Carles Puigdemont. Todo el mundo conocía el talante tranquilo, pacificador y pactista del nuevo presidente. Para algunos, un perfil demasiado moderado para hacerse oír en una exageradamente ruidosa política catalana. Otros decían que era un "perfil bajo", ya que era poco dado al exabrupto o al griterío. En la lógica de muchos, resultaba incomprensible que no practicara el antiindependentismo y, aún más, incluso le alargara la mano, consciente de que Catalunya la formamos y cabemos todos. Hoy incluso se permite un gesto que no todo el mundo comprende, como es reunirse con el expresidente en Bruselas. Después de tantos años de unanimismo forzado, a algunos les resultaba insólito el concepto de una Catalunya plural, abierta e integradora en la que debían ser posibles todos los planteamientos políticos. Esta "fuerza tranquila" que es el estilo de Salvador Illa se ha ido imponiendo y, un curso después, es bastante evidente que genera sintonía en mucha gente, la haya votado o no. Como era evidente, las proclamas épicas y la confrontación no llevaban a ninguna parte y provocaban una división que, hoy en día, muy poca gente quiere recuperar. Más allá del programa político que se ha empezado a implantar, de los cambios mayores o menores, o bien de temas de difícil asunción con la correlación parlamentaria, se ha impuesto un nuevo estilo, el estilo, en la política catalana, a pesar de los intentos de mantener las formas anteriores por parte de una cierta oposición.

Aparte de que nos gusten más o menos los objetivos prioritarios del nuevo gobierno, no se puede negar que se ha generado una tranquilidad largamente añorada en el clima político del país. Gran parte de la sociedad, independentista o no, valora la pacificación del lenguaje y el hecho de que la discusión política la formen temas reales que le afectan: vivienda, reindustrialización, contención del turismo, educación, lengua, salud, territorio... Valorar un año de gobierno por los resultados resulta algo forzado, ya que se necesita un margen bastante mayor. Por el momento, podemos valorar prioridades, esfuerzos, actitudes, capacidad de respuesta y el siempre complejo encaje en la política española. El tema de la revisión de la financiación es, sobre todo para el independentismo, la piedra de toque de la valoración de ese gobierno, probablemente exigiendo una prisa excesiva a una cuestión que tiene sus tempos particulares. Seguro que la dinámica envenenada de la política española no ayuda. Pese a las dificultades para articular una mayoría que permita aprobar presupuestos para el 2026, no parece peligrar en Catalunya una estabilidad política que casi todo el mundo da por descontada. Más allá de la derecha y la extrema derecha rancias de siempre o la nueva versión de Guifré el Pilós, los grupos que podrían hacer oposición están notoriamente desarmados. No encuentran el antídoto a un estilo político que llevan muchos años sin practicar. Mantener las formas abruptas a las que se habían acostumbrado resulta ahora claramente disonante. Ésta es una gran victoria, la mayor, del gobierno actual. Los portavoces de Junts no encuentran el tono para hacer oposición y no disponen por ahora de líderes que puedan hacerlo. Las diatribas que, de vez en cuando, hace Oriol Junqueras suenan mucho más propias de un cenobio medieval. Hay quien afirma que la gran ventaja de Salvador Illa es que no tiene oposición. En parte, es cierto. A quien le tocaría hacerlo necesita nuevos portavoces y adaptarse a un estilo más positivo y pausado, en el que las formas adelfas y los adjetivos malsonantes ya no funcionan. Más que por las políticas concretas, por ahora, Salvador Illa se ha impuesto por el estilo. Todavía hay quienes no han entendido que, justamente el estilo, es buena parte del proyecto.

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