'¿Cuándo se jodió España, amigo Sancho?'

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La Jamancia, la insurrección progresista de noviembre de 1843.

Podemos darle una respuesta contundente: hace 180 años, a raíz de la derrota de la Jamancia, en noviembre de 1843, la insurrección que apostó por implementar un estado radicalmente progresista, atento a reformas sociales que respondieran a las necesidades de las clases subalternas y que construía una nueva soberanía nacional de base federal. La máxima representación de esta alternativa debía ser una Junta Central formada por representantes de las emergentes Juntas Provinciales que consiguieran ahuyentar al general Espartero del poder. Estas Juntas querían acabar con el modelo centralizado vigente, identificaban una nueva soberanía y se erigían en instituciones legitimadas por nuevas formas de participación política (julio de 1843). Poco después se formó un nuevo gobierno provisional encabezado por el progresista Joaquín María López, que aceptó la propuesta de convocar la citada Junta Central pero pronto se echó atrás: suponía un cambio excesivo. López entendía que era necesario reordenar el Estado, que había que limar algunas aristas pero sin renunciar al mantenimiento de una soberanía nacional unitaria, ni a la autoridad institucional ni al apoyo de las (nuevas) élites, a pesar de aceptar que haría falta concesiones.

Su tacañería fue contestada por algunas Juntas, que insistieron en la convocatoria de la Central o, como mal menor, unas Cortes constituyentes. En este sentido, el protagonismo de la Junta de Barcelona fue especialmente relevante: se pronunció contra el gobierno provisional y en defensa de la convocatoria "centralista" sin renunciar a negociar insistentemente con el gobierno esta perspectiva. La negativa de López fue rotunda y se acompañó de la anulación de las decisiones que la Junta había ido adoptando aquellas semanas, entre las que se encontraba el derribo de las murallas que rodeaban la ciudad. La Junta quedaba despojada de sus atribuciones y se le negaba la razón de su existencia (como la de Aragón y otras): que una nueva España se vertebrara a partir de las provincias.

Entonces, en Barcelona, ​​el 2 de septiembre de 1843 se inició una insurrección, la Jamancia, en defensa de esa alternativa. Estaba en juego como debía ser la España liberal hasta el punto de que, de su resultado, dependía su futuro. Su trascendencia era obvia, por lo que la respuesta del poder instituido fue brutal: durante los casi tres meses que duró, Barcelona fue bombardeada a diario —siendo Joan Prim quien comandaba las operaciones pese a la intervención de otros jefes militares— , fue bloqueada por mar y sometida al estado de asedio. El gobierno promovió una acción bélica que no sólo pretendía devastar a la ciudad sino que era el anuncio de lo que debía imponerse: una represión sin contemplaciones para liquidar la alternativa progresista radical que se había convertido en una verdadera alternativa de poder .

La derrota de la Jamancia (un conglomerado progresista radical, republicano, sindicalista, demócrata y socialista utópico) fue más que la derrota de una insurrección: supuso la liquidación de un proyecto político y social avanzado, y abrió las llevas a los moderados para que ocuparan el poder y procedieran a instaurar un Estado liberal oligárquico, corrupto, excluyente, militarizante, autoritario, férreamente centralizado, sin una clara división de poderes, que restringió las libertades, con nula capacidad de consenso, y que va marcar las reglas de la sociedad burguesa durante los siguientes 25 años. De este modo se pusieron los cimientos, fuertes, de un dominio social que resistió el embate liberal democrático de 1868 y del federalismo de la Primera República, y que se actualizó con la Restauración, un régimen que entró en profunda crisis en 1917 y tuvo que recurrir a una primera dictadura, la de Primo de Rivera (1923-30), para mantener el dominio de las élites.

Es bien conocido como este dominio interfirió la Segunda República y provocó una guerra civil que acabaría con la implantación de una dictadura de matriz fascista y genocida, y que se injertó del nacionalcatolicismo, que impuso el unitarismo excluyente —una “España única”, bien rancia y agresiva— y se fundamentó en un profundo contenido de clase. Y que pretendió dotarse de continuidad después de 40 años con una monarquía que, finalmente, no fue la continuación de la dictadura porque los “herederos de los jamancis” esta vez consiguieron impedirlo, aunque con un elevado coste humano.

¿Cómo habría sido la dinámica histórica de la España contemporánea si la Jamancia de 1843 hubiera triunfado, si las aspiraciones de democracia social que insuflaran las bases de la transición se hubieran impuesto? No lo sabemos, pero ya en democracia el espíritu de los jamancis puede reconocerse en el 15-M, el movimiento de los indignados contra la deriva de un sistema que extremaba las desigualdades y la pobreza, y restringía la participación, los derechos y la soberanía. Contra unas élites que patrimonializan el poder, que mantienen el dominio, que recurren al Santiago y cierra España y que ahora se ven impugnadas no sólo por el ruido contra la desigualdad sino también por el reclamo de la plurinacionalidad y del independentismo. ¿Un conjunto de corrientes profundas que alimentan al nuevo gobierno?

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