Una justicia real no tendría que arrinconar el Catalangate

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Pere Aragones mirando el móvil

Lo que hoy se conoce como caso Pegasus, el espionaje político mediante el malware intrusivo de la empresa israelí NSO, empezó con el Catalangate. Y el Catalangate, hay que recordarlo, arrancó cuando se hizo público el espionaje en los teléfonos del expresidente del Parlamento y actual conseller de Empresa y Trabajo, Roger Torrent, y del dirigente de ERC en Barcelona Ernest Maragall. La intrusión en los móviles de Torrent y Maragall abrió una causa judicial en octubre de 2020, pero el Catalangate ha crecido con el descubrimiento de que también se espiaron a decenas de activistas, políticos, abogados y periodistas vinculados al independentismo, incluyendo al president, Pere Aragonès. Este escándalo se ha complicado todavía más, reconvirtiéndose en el caso Pegasus, con la sorpresiva admisión pública por parte del Gobierno español de que se había espiado a su presidente, Pedro Sánchez, y a los ministros del Interior y de Defensa, Fernando Grande-Marlaska y Margarita Robles, y que se había intentado con el responsable de Agricultura, Luis Planas.

El caso Pegasus, pues, se divide en dos ramas: la que afecta al Gobierno español, que lleva el magistrado de la Audiencia Nacional José Luis Calama, y la del Catalangate, que empezó a investigar el juzgado de instrucción 32 de Barcelona, en cuanto a Torrent y Maragall, y se ha repartido en cuatro juzgados diferentes en cuanto a las querellas de los otros espiados. Pero mientras que la causa que se investiga en Madrid avanza a buen ritmo, y Calama ya ha llevado a cabo seis diligencias judiciales en solo un mes y medio, la catalana está disgregada y una parte ya se ha archivado. El juez que ha investigado el caso de Torrent y Maragall, sin llegar a interrogar a nadie, lo archivó después de 19 meses en los que envió tres comisiones rogatorias a Israel, Bélgica e Irlanda que no tuvieron ninguna respuesta; pidió los teléfonos de los dos afectados un año y medio después de empezar a investigar –ya no servía de mucho, eran de trabajo, los habían vuelto y formateado– y, por último, rechazó juntar el caso con los de los otros espiados del Catalangate.

En cambio, en una duodécima parte de este tiempo, el magistrado de la Audiencia Nacional ha hecho el doble de diligencias: ha enviado una comisión rogatoria a Israel, la ha ampliado avisando de que él mismo irá, ha hecho analizar los teléfonos de Sánchez y Robles, ha interrogado a la exdirectora del CNI Paz Esteban y a un funcionario, y ha citado al ministro de Presidencia, Félix Bolaños.

La comparación entre las dos causas judiciales evidencia que el sistema judicial español no las prioriza del mismo modo. Y, sí, la de Madrid afecta al ejecutivo español, que ha quedado en evidencia, pero el Catalangate es un escándalo de espionaje político mayúsculo que un sistema que pretenda hacer justicia de verdad no tendría que arrinconar ni intentar esconder bajo la alfombra. Que el proceso ahora diluido del Catalangate acabara en nada diría mucho en contra de la salud de la democracia y la separación de poderes en el Estado.

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