Lenguaje denso
"Vamos a acabar con estos hijos de puta", prometió Trump hace un par de días en referencia a las bandas de narcotraficantes que supuestamente operan desde Venezuela, protegidas o encubiertas por el régimen de Nicolás Maduro. Parece que, a medida que su popularidad decae, el presidente estadounidense endurece su lenguaje, que ya suele ser grosero y vulgar. Recientemente también se ha referido a Somalia, a los inmigrantes que llegan a Estados Unidos desde este país africano, y a la congresista demócrata Ilhan Omar, también de origen somalí, como "escoria". Cabe destacar la capacidad de Trump para retratarse con los insultos que lanza. En cualquier caso, es evidente que él y sus asesores creen que puede fortalecer su imagen usando este lenguaje cuartelero. Es muy posible que tengan razón.
Por una vez los trumpistas españoles se adelantaron a su admirado referente americano y hace ya tiempo que la presidenta de la Comunidad de Madrid trató de hijo de puta al presidente del gobierno español en una sesión parlamentaria; después afirmó haber dicho que le gustaba la fruta y convirtió esa imbecilidad en un irritante palabra de guerra que la derecha española todavía hoy repite a diestro y siniestro. Este insulto suele ser un recurso, un golpe de efecto, al que acuden gobernantes particularmente calamitosos. Por ejemplo Rodrigo Duterte, el presidente que negó Filipinas en un baño de sangre y en el terrorismo policial, también con la excusa de la lucha contra el narcotráfico, y que tachó a otro presidente americano, Barack Obama, de hijo de puta, como primer buen día de una cumbre entre ambos mandatarios que no llegó a celebrarse. Aunque tal vez la frase más famosa construida en la política americana con la expresión que busca denigrar a las madres de los contrarios es la que soltó Henry Kissinger, secretario de Estado de Nixon y Ford, sobre el dictador chileno Augusto Pinochet: "Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". Que era "suyo" era cierto: a base de predicar pragmatismo, Kissinger llegó a tener la mano rota programando golpes de estado en países latinoamericanos para colocar dictaduras militares tan sanguinarias con sus ciudadanos como dóciles a los intereses estadounidenses. Pese a ello, o precisamente gracias a ello, Kissinger fue galardonado en 1973 con el Nobel de la Paz, un premio que Trump ambiciona.
Maduro no es el hijo de puta de la administración Trump, por lo que ahora el presidente estadounidense quiere eliminar de una vez por todas al venezolano, con consecuencias inciertas para un orden mundial ya bastante desequilibrado por Ucrania y Palestina. El intervencionismo imperialista de Norteamérica a la del Sur es, hoy como ayer, algo deplorable. También lo es la benevolencia con la que una parte de la izquierda se mira a regímenes dictatoriales como los de Maduro, convirtiéndolos en iconos "de izquierdas". El progresismo, la defensa de los derechos y libertades, es incompatible con la admiración por los regímenes dictatoriales, por muy revolucionarios que digan ser.