Ha sido considerado una de las anécdotas de la primera semana de campaña el hecho de que, entrevistado el miércoles 3 en Els matins de Tv3 por Lídia Heredia, la cabeza de lista de Vox, Ignacio Garriga Vaz de Concicao, mostrara no tener ni idea sobre cuál es el volumen del presupuesto de la Generalitat (“...veintisiete millones, o setenta...”, cuando son treinta mil millones). Esta ignorancia, en boca de quien acababa de manifestarse decidido a “acabar con el despilfarro de la mafia separatista”, ha sido objeto de todo tipo de burlas y chistes en las redes sociales. Aun así, creo que bromear comporta una interpretación errónea; que no estamos ante una anécdota ni de un lapsus, sino de una categoría. A ver si consigo explicarme.
Este año no es pequeño el número de opciones electorales que tienen como propósito explícito acabar con el Procés y derrotar al independentismo. Con todo, no tenemos que ignorar los matices. Si, después del 14-F, Ciudadanos y/o el Partido Popular consiguieran el control del gobierno de la Generalitat, convertirían Tv3 en una cadena bilingüe, lo llenarían de colaboradores de Crónica Global o similares y quizás colocarían como comisario político un Nacho Martín Blanco. Cs ya ha anunciado que quiere reducir el número de consejerías (si las concibes como eminentemente decorativas, ¿por qué hacen falta trece?); por supuesto implantaría su famoso trilingüismo escolar, destinado a laminar el catalán entre los rodillos del castellano y el inglés; convertiría a los Mossos en una especie de policía indígena a las órdenes de un gobierno colonial, etcétera.
Algo similar haría el hipotético presidente Fernández, del PP. Tal vez, visto que acaba de resucitar a Alejo Vidal-Quadras, piensa en el físico jubilado como futuro consejero de Cultura, o de Universidades e Investigación... Naturalmente, si la presidencia recayera en Salvador Photoshop Illa, las cosas se harían con más finezza. Pero conviene no olvidar que aquella antigua “ala catalanista” del PSC, la que llenó los gobiernos de los presidentes Maragall y Montilla, ya no existe, y que hoy el partido está pensado y dirigido como una federación territorial del PSOE, sin ninguna capacidad ni voluntad de construir puentes hacia el mundo soberanista.
Dicho esto, Vox es otra cosa; y es aquí donde la ignorancia del candidato Garriga adquiere su sentido de desprecio. Viene a ser como si, a finales de enero del 1939, alguien le hubiera preguntado en enero al Eliseo Álvarez-Arenas –Jefe de las Fuerzas y Servicios de Ocupación franquistas en Catalunya– cuál era el presupuesto de la Generalitat presidida por Companys que él tenía órdenes de suprimir y borrar del mapa. Ni lo sabía ni le importaba. La ultraderecha española del 2021 tampoco lo sabe ni le importa, porque su objetivo político no es gobernar la Generalitat, sino liquidarla.
Ni descubro nada, ni Vox se esconde. Desde que el partido de Santiago Abascal irrumpió en la política española, la supresión de las autonomías y el restablecimiento de un estado unitario y centralizado figura entre los puntos clave de su programa máximo. Como, a corto plazo, esto comportaría una reforma total de la Constitución que topa con el actual constitucionalismo táctico de los ultras, la solución momentánea consiste en practicar un cierto entrismo en aquellas autonomías inocuas que pueden condicionar (Andalucía, Madrid, Murcia...); y, en cuanto a las autonomías sediciosas y separatistas, en reducirlas a menos que una diputación provincial franquista.
Miremos, si no, el programa electoral. Mientras que el del PSC tiene 151 páginas, y el de Junts 341, y el de ERC 186, y el de En Comú Podem 136, y el del PDECat 139, y el del PP 7, el programa de Vox ocupa... una página, pero es más que suficiente. De las “10 medidas para Cataluña” que se exponen, la mitad son las típicas de la extrema derecha actual en cualquier latitud europea: xenofobia antiinmigratoria, magnificación de la inseguridad ciudadana, proteccionismo económico, rebaja de impuestos, promesas demagógicas en relación a la pandemia... Las otras son de carácter puramente represivo (“Denunciar a Quim Torra y al resto de golpistas”, “Cierre de Tv3, Diplocat”, “Eliminar el gasto político ideológico”...) y propugnan el desmantelamiento del autogobierno: “Devolver las competencias de sanidad, educación e interior”, “Recuperar el derecho a la educación en español”, etcétera. Se trata de una plataforma abiertamente erradicadora de la identidad nacional catalana y, en este sentido, solo comparable al programa franquista del 1939, si bien no cuente, hoy por hoy, con los mismos medios.
Ante de este panorama, hay una cosa que me admira. Que todos aquellos que acumulan una década larga descubriendo en el independentismo actitudes excluyentes, xenófobas, totalitarias e hitlerianas; aquellos (políticos, pero sobre todo articulistas e intelectuales presuntamente progresistas) que han escrutado con microscopio el más ínfimo grupúsculo, la más anecdótica presencia en los sucesivos Once de Septiembre de un símbolo, de una consigna, de una octavilla que permitiera vincular soberanismo y ultras, ahora, con una extrema derecha rampante a punto de entrar en el Parlament , no pían. Deben de decir, como Carmen Calvo: “¿Fascismo? ¿Pero qué fascismo?”
Joan B. Culla es historiador