Ilustración de la NASA de la sonda Parker aproximándose al Sol
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La noticia de que la sonda Parker se ha acercado al sol a una distancia de seis millones de kilómetros se entiende mejor recordando que la Tierra, nosotros, estamos a unos ciento cincuenta millones de kilómetros de la estrella que nos da luz y calor, que hace posible la vida en este planeta y que es el centro y la razón de ser de la galaxia a la que pertenece, el sistema solar. Tiene los detalles del acercamiento de la sonda Parker al sol, y del avance que representa para la ciencia, en la noticia publicada por este diario.

La meta alcanzada por la NASA con el envío de este aparato nos hace recordar también que el Sol es un prodigio. Que cada día salga y se ponga, y que este ciclo diario constituya para nosotros —y para todos los seres vivos sobre la Tierra, sólo que los humanos tenemos conciencia— la representación más clara y resplandeciente de la normalidad, no debería hacernos olvidar que en realidad se trata de un hecho absolutamente extraordinario. La rotación que la Tierra hace cada día sobre su propio eje, y la que realiza puntualmente cada año alrededor del Sol, mientras la cometa se mantiene como la fuente de energía más importante que alimenta el planeta, son una de esas maravillas que hacían prorrumpir al Félix de Ramon Llull en alabanzas a Nuestro Señor. No hay para menos: que tengamos día y noche, y las cuatro estaciones del año, y los distintos climas del mundo, y vida microscópica, abisal, humana, vegetal o animal, todo esto es cualquier cosa menos normal.

El Sol, eso sí, es un prodigio del que sabemos bastantes cosas (y sabremos más gracias a las matemáticas y la astrofísica). Por ejemplo, que se formó hace unos 4.600 millones de años, una de esas magnitudes que podemos decir y escribir, pero no imaginar ni comprender por completo, porque están fuera de nuestra escala mental. Los científicos que se han aventurado calculan que el fin de la Tierra llegará en unos 7.500 millones de años, cuando sea absorbida por un Sol en expansión, que habrá dejado de ser un enano amarillo, tal y como lo conocemos, para convertirse en un gigante rojo. Cuando esto suceda hará rato que la Tierra será un planeta muerto: se supone que la vida, toda, se habrá extinguido en unos cuatro mil millones de años, después de que los océanos hayan desaparecido y se produzca un efecto invernadero imposible de contrarrestar.

Lo que no se puede calcular ni predecir es qué habrá hecho la especie humana en todo ese tiempo, si es que aguanta tanto tiempo en este planeta. O si es que no evoluciona, como prevé Eudald Carbonell, hacia formas de vida distintas de el Homo sapiens, formas de humanidad que todavía no conocemos. En comparación con todo esto, nuestros —como mucho— cien años de vida parecen algo anecdóticos. De todo lo que ahora preciamos, valoramos, amamos o codiciamos, ¿qué quedará? En todo caso, miradas con la perspectiva del Sol (un disco de un diámetro que es 110 veces el de la Tierra, y que arde y quemará durante unos diez o doce millones de años) los vuelos de gallinas con los que nos entretenemos, en ese país y en otros, resultan un punto más graciosos.

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